Matrimonio sin trampas

Autor: Padre Fernando Pascual, L.C.

Fuente: catholic.net (con permiso del autor)

 

 

El abuelo, un día, le dice al nieto lo que piensa: “Tú y tu esposa hacéis trampas. Después de cuatro años de casado ya deberíais tener uno o dos hijos”.

Los abuelos son así: dicen lo que piensan con total libertad. A los padres, en cambio, les da un poco de miedo, sobre todo para no parecer entrometidos y para no hacer el papel del “suegro malo”. El problema es que a veces lo que dicen los abuelos duele como verdades que nos ponen ante problemas nada fáciles.

En el mundo moderno ya parece normal que unos esposos jóvenes no tengan hijos los primeros años. Todo un sistema de “trampas”, de anticonceptivos más o menos eficaces, han hecho posible lo que un experto describió con tres simples palabras: “amor sin hijos”.

Después de varios años, cuando la pareja deje abierto el camino de la vida, quizá nazcan uno o dos niños. Pero surgirá en seguida el deseo de cerrar otra vez el grifo, normalmente de modo casi definitivo (si es que por haber tenido hijos tan tarde la misma naturaleza diga “basta”, aunque la pareja quiera tener otro niño).

En realidad, usar “trampas”, emplear métodos anticonceptivos para impedir la llegada de un hijo, va contra un aspecto muy profundo del amor. Lo propio del amor es darse sin reservas, acoger plenamente al otro, sin condiciones, sin límites, con generosidad, con alma grande.

Acoger y darse, en el acto sexual dentro del matrimonio, significa decir: soy todo para ti. Decirlo con una “voz mutua”, pronunciada por los dos, con cariño, con respeto, con gozo. Si uno no quiere, si uno se siente presionado o, peor, amenazado a realizar el acto sexual, sufre una agresión más o menos grave que le hiere en su dignidad, que daña el amor, que deja heridas profundas en la vida de pareja.

Pero también produce daños al amor el darse y el acogerse “a medias”. Aunque los dos estén de acuerdo en usar métodos artificiales que impiden la concepción.

No es el caso recordar aquí las muchas técnicas anticonceptivas, algunas de ellas no siempre exentas de peligros para la salud de la mujer (al alterar su sistema hormonal y algunos aspectos de su psicología), y otras, aunque muchos no lo saben, con posibles efectos abortivos (como la espiral u otros métodos hormonales). Lo importante es recordar que en todas las prácticas anticonceptivas el amor resulta manipulado, al perder su horizonte propio, natural y espiritual: la apertura a nuevas vidas humanas, a los hijos.

Volver a presentar esta verdad permitirá a las parejas jóvenes (o a las parejas ya adultas, pero todavía fértiles) pensar en su relación bajo la luz de la plenitud, y no bajo la óptica del miedo. El amor de los esposos no tiene que sentirse amenazado por la posibilidad de que inicie un embarazo. Cada nuevo hijo no es un rival, sino un continuador, una plenitud del amor que existe entre sus padres.

Ello no quita el que vivamos en un mundo difícil, lleno de necesidades, lleno de angustias, con poca seguridad laboral, con pisos pequeños, con tensiones familiares. Algunas situaciones realmente graves pueden aconsejar a la pareja el retrasar por un tiempo la llegada de un hijo. Pero no “con trampas”...

Los métodos naturales, en ese sentido, permiten a los esposos respetarse plenamente, y respetar la riqueza de su sexualidad, que no es engañada, manipulada o vivida de modo artificial con el uso de “técnicas” que implican, en el fondo, falta de respeto hacia uno mismo o hacia el otro, y una herida (aunque al inicio nadie se dé cuenta) al amor.

El nieto mira al abuelo, y comprende. Comprende porque sabe cuánto ama el abuelo a la abuela, y cuánto ama a los hijos y a los nietos nacidos de un “matrimonio sin trampas”. “Abuelo, tienes razón. Hemos sido tramposos, quizá yo más, pues le obligué a ella a tomarse esas píldoras. Pero vamos a hablar. Quizá pronto te daremos la gran noticia, que será, sobre todo, gran noticia para ella y para mí: acogeremos a ese hijo que Dios nos quiera mandar porque queremos amarnos como tú y la abuela os amasteis”.