La “ceguera” del amor

Autor: Padre Fernando Pascual, L.C.

Fuente: catholic.net (con permiso del autor)   

 

 

Una frase repetida mil veces llena a fijarse en los corazones como una verdad inconmovible. También cuando esa frase encierra una inexactitud, un error o una mentira.

“El amor es ciego”. Lo repetimos una y otra vez. Pero más de uno ha alzado la voz, se ha rebelado contra estas cuatro sencillas palabras.

André Frossard es uno de esos rebeldes. En su obra “Dios existe, yo me lo encontré” (p. 30), exclama: “¿Quién dijo que el amor es ciego? Es el único que ve bien: descubre bellezas donde nada ven otros”.

En cada realidad, en cada rincón de nuestro mundo inquieto, hay mil bellezas escondidas. Muchos no las ven. Pasan (pasamos) con prisas entre los cipreses, los jilgueros y los ríos. Corremos por las calles sin fijarnos en las palomas o las nubes. Cerramos los ojos a tantos rostros que nos parecen indiferentes, fríos, fugaces, tal vez hostiles o apáticos.

“El amor descubre bellezas...” Desde el amor, una madre sabe lo hermoso que es ese hijo al que los profesores consideran un incorregible peligroso. O lo que vale ese otro hijo siempre enfermo, siempre pálido, incapaz de mantenerse en pie por esos dolores que son más profundos en la madre que en el hijo.

Desde el amor un hijo aprecia a sus padres ancianos. Aunque no puedan valerse por sí mismos, aunque las arrugas hayan deformado aquellos rostros siempre tan alegres, aunque las circunstancias de la vida hagan que el hijo y los padres vivan separados por mares, montañas y fronteras.

Desde el amor arranca esa “manía” o locura que permite el que un chico y una chica se amen para siempre, digan sí al matrimonio. Aunque algún observador externo no comprenda por qué se quieren, si él o ella parece tan feo, tan pobre o tan miserable... Los dos han descubierto tesoros escondidos, tesoros que valen por sí mismos, tesoros por lo que dejan todo para vivir con él, con ella, unidos siempre, sin reservas, sin miedos.

Desde el amor se comprende por qué Dios mira a los hombres y los trata con cariño. Por qué envía la lluvia sobre buenos y malos, por qué cuida de los niños y los ancianos, por qué ofrece una nueva oportunidad a ese pecador empedernido.

Quizá hoy nos hemos vuelto un poco ciegos, no porque “amamos demasiado”, sino precisamente porque hemos dejado de amar. Necesitamos recuperar una vista que nos haga descubrir mil tesoros escondidos, que nos haga conocer al que vive a nuestro lado.

A ese, precisamente a ese, que parece tan molesto o tan herido. A ese que, bajo su imagen pobre o su carácter díscolo, esconde un corazón muy rico, que empezará a brillar si, con amor, es descubierto, es visto, y empieza también él a mirar a quien le trata con afecto. Con toda su riqueza eterna, con el cariño que sobre él vuelca, cada día, Dios que es siempre un Padre bueno. Tan bueno que, para alguno, parece un poco ciego, cuando en realidad es el que mejor ve, el que más conoce lo que hay allí, dentro, en lo más profundo de cada uno de sus hijos.