Democracia y derechos de minorías

Autor: Padre Fernando Pascual, L.C.

Fuente: catholic.net (con permiso del autor)

 

 

Todos pueden votar en la democracia. Los que piensan A, los que piensan B, los que no distinguen bien entre A y B, los que no quieren ni A ni B (a veces no votan y se “abstienen”). Los que rezan y los que se declaran ateos. Los que trabajan, los que están en paro, los jubilados y los que no están en ninguno de esos grupos. Los que leen los periódicos, los que sólo escuchan la radio, los que no tienen tiempo para informarse, y los que crean, manejan, manipulan o purifican la información.

Cada votante tiene una cierta idea de lo que quiere. Tiene convicciones. Esas convicciones son tan distintas como distintos son algunos de los partidos políticos que luchan por conseguir un puñado de votos (algunos partidos no se distinguen muy bien de otros, pero se presentan como distintos: alguna diferencia habrá).

Un principio fundamental del sistema democrático consiste precisamente en aceptar el pluralismo. Querer que todos piensen igual, imponer una idea como “obligatoria” para todos, es lo contrario de la democracia. Como también es contrario de la democracia perseguir, encarcelar o eliminar a personas que piensan de un modo distinto al grupo que gobierna o a grupos que tienen un gran poder en la vida social.

Aquí hay que hacer una observación importante. A veces sistemas aparentemente democráticos aceptan y permiten la marginación o, incluso, la eliminación de algunos seres humanos. En estos sistemas, el derecho y la ley (votada por quienes tienen derecho a votar) permite el que algunos seres humanos decidan sobre la vida o la muerte, el lugar de residencia, el tipo de educación recibida, de otros seres humanos.

Este modo de entender la “democracia” olvida una verdad fundamental sobre la justicia política: ninguna decisión, aunque esté basada en la mayoría de votantes, será justa si no respeta los derechos de cada ser humano. Esta verdad precede y fundamenta la existencia misma de toda democracia que quiera ser justa. De lo contrario, resultaría admisible cualquier decisión de una mayoría que decidiese dañar de diversos modos a las minorías.

Por ejemplo, no es justa una decisión “democrática” en la que la mayoría quite el derecho a voto de la minoría, o la libertad de expresión de los “enemigos” políticos, o las posesiones legítimas de los miembros de otros partidos políticos. Desde el punto de vista simplemente “formal”, la decisión puede tener los votos suficientes para ser “democrática”, pero no por ello deja de ser una decisión injusta.

Lo mismo vale para el caso de quienes expulsan a otros ciudadanos que tienen un cierto derecho a vivir en un territorio, aunque hablen una lengua distinta, sean de otra raza o pertenezcan a una religión distinta de la que tiene la mayoría. Sentimos indignación cuando la mayoría de una región (pensemos, por ejemplo, en una mayoría de albaneses musulmanes en una zona del Kósovo) decide expulsar a la minoría ortodoxa de aquellas casas en las que ha vivido durante siglos. Es cierto que un grupo étnico puede tener la mayoría de votos para imponer esta idea, pero su imposición será siempre injusta.

La analogía vale para el aborto, si bien de un modo distinto. Resulta claro que el hijo (embrión, feto) antes de nacer no tiene todavía un pleno reconocimiento legal (no está registrado en un ayuntamiento, por ejemplo). Pero el hecho de carecer de ese pleno reconocimiento legal no priva a nadie de su derecho a ser respetado. Aprobar, por mayoría, una ley del aborto implica negar ese derecho, impedir a un ser humano que siga el camino de la vida, simplemente porque otros (los más fuertes, algunas mayorías) deciden que no quieren su nacimiento.

Una buena democracia necesita, por lo tanto, superar el simple criterio de la “mayoría” a la hora de tomar sus opciones, de establecer sus leyes, de indicar quiénes sí y quiénes no reciben una subvención del estado, una cama en un hospital y una pensión de invalidez. Para ello, ha de unir el criterio de justicia al criterio de “es legal lo decidido por la mayoría”. O, mejor, necesita reconocer que algunas propuestas, aunque estén basadas en una mayoría de votantes, no pueden ser acogidas por el Estado, si no quiere caer en una especie de “dictadura democrática” en la que el poder busca no la defensa de los derechos de todos, sino los privilegios de unos (las mayorías) por encima de las exigencias justas de otros (las minorías).

Desde la justicia, desde el respeto de las necesidades de todos, se garantizarán aquellos derechos fundamentales que hacen que los votantes y los no votantes no sean sólo un número registrado en las listas electorales, sino seres dignos de respeto y de apoyo social. Aunque no pertenezcan al partido mayoritario, no tengan mayoría de edad, no sean del sexo preferido por los adultos, no pertenezcan a la raza dominante ni tengan el coeficiente intelectual que algunos dicen es señal de “normalidad”. Ninguno de estos (ni de otros) parámetros debe convertirse en motivo para que alguien sea discriminado, marginado o, peor aún, eliminado, ni antes ni después de su nacimiento.