Dejar un lugar a Dios

Autor: Padre Fernando Pascual, L.C.

Fuente: catholic.net (con permiso del autor)

 

Estamos llenos de ocupaciones. Desde que suena el despertador, por la llamada, miles de reclamos nos absorben. Hay que lavarse bien, desayunar alguna cosa, ver que en casa todo esté en orden, llegar a tiempo a trabajo, cumplir con las pequeñas o grandes responsabilidades de todos los días...

Además de los deberes más urgentes, sentimos otras necesidades que nos agobian. Para muchos es una obligación leer la prensa, seguir las últimas noticias, contestar a quienes nos han escrito una carta o enviado un e-mail. Además, hay que coser un calcetín, comprar comida para mañana, hablar con el director del colegio sobre el hijo más rebelde y reunirse con los amigos para preparar una quiniela de grupo...

Entre tanto ajetreo, ¿dónde está Dios? ¿Nos acordamos de Él, de su amor, de su generosidad, de su alegría, de su perdón? ¿Creemos que nos mira, que se interesa por nosotros, que nos llama a un vida de amor y de esperanza, una vida que nadie puede ni imaginar en esta tierra de problemas y congojas?

Dios está siempre, a nuestro lado, con un respeto infinito, con una paciencia llena de amor. Deberíamos abrir los ojos del corazón para descubrirlo, para pensar en Él, para dejarnos tocar con su brisa suave, para sentir el olor de sus huellas en la historia personal y en la de todos los hombres y mujeres que bullimos en este planeta lleno de inquietudes y esperanzas.

“¡Hagamos un espacio para Dios!”, nos pedía el Papa Juan Pablo II en su visita a Eslovaquia mientras celebraba, el 12 de septiembre de 2003. Nos pedía, con su mirada profunda, con su cuerpo cansado pero lleno de la fuerza del espíritu, que acogiésemos a Dios en la propia vida, como María, a través del anuncio del Evangelio y del testimonio de su amor.

Hay que dejar un lugar a Dios. Quizá basten unos momentos breves, intensos, ante un crucifijo, o con la Biblia en nuestras manos, para sintonizar con su Amor, para sentirlo cerca, como Amigo, Padre y Redentor. Entonces una nueva luz iluminará toda nuestra vida, y en lo profundo del corazón bullirá un manantial de aguas vivas que nos harán ser, en un mundo herido por mil penas, levadura, fuego ardiente y esperanza llena de alegría.