¡Cierra los ojos!

Autor: Padre Fernando Pascual, L.C.

Fuente: catholic.net (con permiso del autor)

 

Una niña de 7 años va a la tienda y compra un pastelito. Va, llena de entusiasmo, a la casa de una amiga de su edad. Esconde el pastel detrás de la espalda. Cuando se encuentran, nuestra niña dice a su amiga: “¡cierra los ojos!” La amiga cierra los ojos, y la niña pone delante el regalo. “¡Ahora puede abrirlos!”

Son gestos de cariño entre niños que harían mucho bien, de vez en cuando, si los hiciésemos en el mundo de los adultos. La vida nos enseña a ser un poco monótonos, a vivir las relaciones sin sorpresas, sin la frescura y el deseo de alegrar a los amigos y a los familiares con un detalle, con un regalo imprevisto (aunque sea tan sencillo como un pastel).

La invitación de Jesús, en este sentido, puede ayudarnos mucho: “Si no os hacéis como los niños no entraréis en el Reino de los cielos” (cf. Mt 18,3). Ser como un niño, capaces de ilusión, de alegría, de generosidad. Ser como un niño: vibrar de alegría con un caramelo, un chocolate o una peonza. Ser como un niño: mirar a las hormigas y observar a los escarabajos que llegan con sus vuelos misteriosos para girar alrededor de una lámpara encendida.

A veces Dios, desde el cielo, nos dice: “¡Cierra los ojos!” Si somos como niños, aceptaremos el juego. Bajaremos los párpados y confiaremos en que, al abrirlos de nuevo, Dios nos habrá sorprendido con su cariño, con su ternura, con su infinita capacidad de imaginación enamorada.

Cada día podemos abrir los ojos como si nos encontrásemos ante una sorpresa inesperada. Descubriremos un mundo lleno de bellezas, de rosas con espinas y de nubes cargadas de lluvia. De rayos de sol que acarician las montañas y de golondrinas que juegan con el viento. De abejas que buscan flores de tilo y de grillos que alegran con su canto las tardes de verano. De ancianos que cuentan una historia y de niños que levantan, en una playa, un castillo lleno de almenas, de conchas y de sonrisas. Un mundo en el que el amor lo dice todo, porque sólo el amor puede dar la vida, pintar de rosa una tarde de verano, y suscitar una lágrima de gratitud en el corazón fresco y sencillo de un niño de 10, 40 ó 70 años...