A las raíces de mi vida

Autor: Padre Fernando Pascual, L.C.

           

Los antiguos creían que el hombre depositaba semillas en la mujer, y que ésta ofrecía su vientre como una tierra fecunda para la nueva vida. Si todo iba bien (buena semilla, buena tierra), nacían los hijos. Desde luego, también los antiguos sabían que los problemas eran muchos: a veces la mujer no era fértil (la tierra no estaba preparada), o el niño no nacía, o nacía con muchos defectos físicos.  

Hoy sabemos que tanto el hombre como la mujer aportan algo (mucho) en el nacimiento de cada hijo. El cromosoma afortunado que penetró en un óvulo el glorioso día de nuestra fecundación dejó su información genética allí, en un óvulo, y se mezcló con los genes de nuestra madre. De la combinación misteriosa y “casual” que allí se produjo se originó nuestro ADN, nuestro código de vida física. El color del pelo, la agudeza visual, la estatura, la fuerza física, la capacidad de hablar más o menos, nuestro sexo... Todo estaba allí, en ese momento en el que nuestra vida iniciaba, perdida en los espacios del sistema reproductor femenino.  

Luego empezamos a crecer. Al inicio, nos “duplicamos” muchas veces, pero éramos casi nada, apenas un milímetro. Navegábamos por las trompas de Fallopio, camino hacia el útero, mientras mamá preparaba nuestra acogida para la siguiente etapa de desarrollo. En el útero encontramos todo listo: paredes acogedoras, alimento abundante, un sistema de protección y apoyo. Aunque éramos distintos de nuestra madre, aprendimos a convivir sin grandes problemas, si bien mamá tuvo que pasar algunos malos momentos. Sabemos que su sistema inmunitario quedó debilitado, precisamente porque se lo pedimos, para que no nos perjudicase. Pero también sabemos que aceptó este sacrificio porque nos amaba, y aquí estamos hoy, vivos, gracias a su heroísmo.  

Luego, el “enganche”, que no fue cosa fácil. La aventura de la vida depende de muchos factores, tantos que tenemos que reconocer que resulta mucho más fácil no nacer que nacer. Pero la cosa “funcionó”, y quedamos fijos allí, en lo profundo del útero. Seguimos nuestro crecimiento. Pronto preparamos todo un equipo de células de protección y apoyo, la placenta, para que pudiésemos crecer más seguros y tranquilos. Mamá empezó a darse cuenta de nuestra presencia, se lo dijo a papá, y la alegría de los dos era una señal más de lo hermosa que es la vida.  

Con el pasar de los días, de las semanas y de los meses crecimos. Si al inicio parecíamos casi nada, como un pequeño ratoncito, pronto mejoramos nuestra “presencia”: se veían nuestras manos, nuestros pies, nuestra cabecita. Se preparaban ya los ojos, los oídos, la nariz. Nuestro corazón empezó a trabajar, y cada vez nos gustaba más el latido fuerte y confortante del corazón de nuestra madre. Incluso después de un tiempo empezamos a escuchar las voces de mamá, de papá, y hasta la música que en casa nos ponían. Pero también había momentos de dificultad. Tal vez sufría nuestra madre por dolores de columna, o su salud estaba en peligro ante la posibilidad de algún cáncer o alguna enfermedad del corazón. Gracias a Dios, el amor supo soportar todo. La vida iba hacia adelante.  

Algunos de nosotros tuvieron prisa, y nacieron antes de tiempo. Providencialmente, en muchos lugares existen incubadoras que permiten salvar a los que nacen prematuros. Además, cada vez se descubren nuevas técnicas para operar o curar algunas enfermedades de los niños, antes de que nazcan, o inmediatamente después de su nacimiento.  

La mayoría nacimos después de nueve meses. Fue un momento emocionante y difícil. Mamá tuvo que sufrir, sobre todo si alguno de nosotros éramos “cabezones”, para que saliésemos por fin, a la vista de todos los que nos querían. También nosotros lloramos en un mundo nuevo, con más luz, con un aire al que tuvimos que acostumbrarnos en pocos segundos. Pero, de nuevo, el cariño nos rodeó. Unas manos nos tomaron y nos llevaron pronto al pecho que se convirtió en nuestra primera comida, y pudimos mirar, frente a frente, unos ojos que nos amaban como nadie en este mundo.  

Cada vida humana inicia de un modo misterioso y fascinante. La existencia es una aventura desde la concepción hasta la muerte. Si es verdad que cada minuto está lleno de peligros y de asechanzas, y que basta muy poco para que muramos, también es verdad que el amor nos acogió y nos ha permitido vivir hasta el día de hoy.  

Al final, sólo nos queda dar las gracias por la vida. Al Dios que nos pensó, a los padres que nos quisieron, a los médicos, a las enfermeras, a los amigos y familiares. Vivir es bello si somos amados. Entonces comprenderemos que otros esperan nuestro amor, aunque midan pocos centímetros o hayan nacido con alguna grave enfermedad.  

La vida continuará mientras haya amor. A cada uno le toca poner todo lo que está de su parte para que el amor siga regando cada rincón de nuestro planeta, para que otros puedan participar en esta aventura; para que cada niño sea respetado en su vida y en su dignidad, para que sea amado y pueda luego, también él, amar a otros como a él le amaron, como nos amaron a nosotros, así, como éramos, como somos, sin condiciones...