Supervivencia, ¿una obligación ética?

Autor: Padre Fernando Pascual, L.C.

Profesor de filosofía y bioética en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum

Fuente: es.catholic.net (con permiso del autor) 

 

Hablar de supervivencia supone reconocer que la vida se desarrolla en medio de dificultades, que no todos los individuos llegan a superarlas, y que existe la posibilidad de que en el futuro ya no sea posible que algunos (o muchos) seres vivos continúen su camino en el planeta Tierra.

Percibimos espontáneamente que existen muchos peligros que nos amenazan como seres vivos. Enfermedades, hambres, cataclismos naturales, guerras, accidentes provocados por el despiste o por la malicia de los hombres, llevan a la muerte a millones de hombres, animales y plantas.

Otros seres vivos mueren como “víctimas” de un ciclo de vida y de muerte por el cual algunos animales comen (y destruyen) plantas, y otros animales comen (y destruyen) a otros animales.

Ante tantos peligros, individuales y sociales, que afectan a la especie humana y a otras especies, podemos preguntarnos: ¿existen deberes y obligaciones éticas que nos lleven a trabajar en favor de la supervivencia propia y ajena? Si es así, ¿hay que respetar la vida de todos, de muchos, de algunos? ¿Según qué criterios y con qué medios habría que velar por la supervivencia de los que tendrían “derecho” a ser protegidos?

Ideas semejantes son parte de la reflexión bioética, especialmente de uno de sus primeros autores en el ámbito de lengua inglesa: el cancerólogo Van Rensselaer Potter (1911-2001). También son parte de las reflexiones filosóficas que han llevado al desarrollo de la idea de responsabilidad, como hicieron, entre otros, Max Weber (1864-1920) y Hans Jonas (1903-1993).

La idea de responsabilidad nos lleva a reconocer la importancia de las consecuencias de nuestros actos. Respecto de la vida, algunos comportamientos nuestros pueden provocar enfermedades, peligros, contaminaciones u otros daños en muchos seres que existen cerca o tal vez incluso lejos de nosotros.

No siempre resulta posible prever esas consecuencias. Existe por ahí una fórmula según la cual el aleteo de una mariposa en Montevideo puede provocar una tormenta en Hong Kong. La fórmula habría que completarla: también se producen consecuencias imprevisibles si la mariposa deja de mover sus alas...

¿Cuáles serán las consecuencias a corto, a medio, a largo plazo de la cantidad de fruta que consumo, del tipo de aparatos que uso para calentarme en invierno, del coche que me lleva a otra ciudad? ¿Qué ocurre en el planeta cuando unos hombres ponen en pie una fábrica de juguetes y en otro lugar otros hombres derriban un edificio antiguo?

Hay consecuencias más o menos evidentes: si uno fuma cerca de un niño es posible que ese niño contraiga ciertas enfermedades (aunque no faltan quienes digan que eso es falso). Pero otras consecuencias son lejanas en el espacio y en el tiempo, y muy difíciles de calcular.

Por eso hay autores que proponen, frente a lo imprevisible de las consecuencias, la necesidad de evitar aquellas actividades humanas en nuestro tiempo presente de las que no conozcamos las consecuencias para la vida o la muerte de las generaciones futuras. Pero, ¿cuáles son esas actividades? ¿Sólo las nuevas, o también las que forman parte de la rutina de millones de personas?

Supongamos que sea posible calcular las consecuencias más importantes de lo que ahora hacemos o podemos hacer, y que lleguemos a prever cuáles son dañinas para la supervivencia y cuáles fomentan y promueven la conservación de la vida. ¿Dónde se funda el deber moral de realizar lo que ayude a la supervivencia (¿de cuáles seres vivos?) y de prohibir lo que la dañe?

Si miramos el horizonte de los siglos y siglos que esperan a nuestro planeta, resulta más que razonable pensar que llegará el momento en el que no será posible conservar la vida sobre la Tierra. Basta un meteorito para producir daños gravísimos a los complejos equilibrios ecológicos, y si llegan al mismo tiempo muchos meteoritos... Además, es más que seguro que dentro de millones y millones de años, nuestro planeta desaparecerá, seguramente engullida por el crecimiento del sol.

Entonces, ¿qué sentido tiene el esfuerzo por proteger y tutelar la vida de ciertos seres, si sabemos que a largo plazo algún día todos los vivientes, o casi todos, se extinguirán sobre nuestro planeta frágil y complicado?

Son preguntas que muestran, en parte, los problemas que surgen cuando se quiere convertir a la supervivencia en una obligación ética, si nos mantenemos en un horizonte puramente temporal y contingente.

Existen otros modos de plantear la pregunta, sobre todo si nos abrimos a la dimensión espiritual de todo ser humano y a la serie de deberes que surgen hacia otros seres humanos que viven en el tiempo, que caminan hacia la eternidad, y que dependen directamente de un Dios creador y providente. Pero si negamos esa dimensión espiritual y la posibilidad de una existencia divina, ¿queda algo que funde una obligación hacia el valor de la supervivencia, si tenemos que constatar que algún día la vida terminará por completo en la Tierra?