Hablemos sobre Dios, hablemos con Dios (La Estrella de Panamá)

Autor: Padre Fernando Pascual, L.C.

Profesor de filosofía y bioética en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum

Fuente: es.catholic.net (con permiso del autor) 

 

Hablar sobre Dios es relativamente fácil. Basta con tomar la palabra, convertirla en sujeto o predicado, y hacer una frase.

Hablan sobre Dios los hombres de ciencia. Para algunos de ellos, el Universo apunta a una Inteligencia creadora. Para otros, el Universo surge desde la casualidad y no deja espacio para la posibilidad “Dios”.

Hablan de Dios los literatos. Unos, para narrar historias de vidas atribuladas que invocan al cielo en busca de esperanzas. Otros, para atacar a quienes usaron o usan el nombre de Dios como excusa para defender la violencia y el crimen. Otros para reírse de Dios, sin miedo a su presunta existencia, sin esperanza en su posible misericordia.

Hablan de Dios los políticos. Algunos, para justificar guerras de agresión, para defender opciones políticas muy discutibles, para demonizar a los adversarios. Otros, para incitar a la “guerra santa”, para defender el terrorismo, para justificar la eliminación de seres humanos indefensos. Otros, para reírse de las religiones, para acusar a los creyentes de fanáticos e intolerantes, para excluir a Dios de la vida pública.

Hablan de Dios los pequeños y los grandes, los ricos y los pobres, los sanos y los enfermos, los jóvenes y los ancianos. Unos lo insultan, llenan sus bocas de blasfemias contra Alguien en quien no creen o a quien desprecian. Otros lo buscan, y sueñan en una fe que envidian en los creyentes porque ellos no acaban de alcanzarla. Otros lo desean, para obtener justicia, para encontrar un sentido a la vida, para vislumbrar que lo bueno y lo justo son posibles, en el tiempo y en lo eterno.

Hay quienes dan un paso ulterior: no sólo hablan de Dios, sino que también hablan con Dios. Pero no todos hablan con el mismo Dios, o al menos no todos comprenden de igual manera al Dios con el que hablan.

Porque una cosa es hablar a un Dios desconocido, arbitrario, misterioso, encerrado en un mundo inaccesible; y otra muy diferente es hablar con un Dios que “desciende”, que desvela sus proyectos, que manifiesta su Amor, que camina a nuestro lado, que se hace Hombre.

Hablar sobre Dios es insuficiente. Nos interesa llegar a dirigirle la palabra. Incluso podemos reconocer que, si Dios existe, si es Bueno y Omnipotente, si nos ha creado por Amor, también Él querrá que le hablemos, que le dirijamos la palabra, que le busquemos en los mil caminos de la vida.

Hablemos de Dios, sí, para conocerlo, para gustarlo, para encontrarlo, para permitirle que dé sentido y fin a un mundo que sólo vale la pena si nos lleva a lo eterno. Hablemos con Dios, para presentarle las penas y las alegrías, los miedos y las esperanzas, las derrotas y las conquistas, los pecados y los gestos de amor.

Hablemos con Dios, desde la experiencia que inicia cuando descubrimos que Dios se hizo Hombre y vino al mundo, para revelarnos el sentido pleno de la existencia humana, para perdonar pecados, para consolar a los afligidos, para purificar los corazones desde la misericordia, para abrirnos el camino que lleva al cielo.

“En esto conocemos que permanecemos en Él y Él en nosotros: en que nos ha dado de su Espíritu. Y nosotros hemos visto y damos testimonio de que el Padre envió a su Hijo, como Salvador del mundo. Quien confiese que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él y él en Dios. Y nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene, y hemos creído en Él. Dios es Amor y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él” (1Jn 4,13-16).