¿En qué he fallado?
Autor: Padre Fernando Pascual, L.C.
Profesor de filosofía y bioética en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum
Fuente: es.catholic.net (con permiso del autor)
La pregunta surge en lo
más íntimo del alma ante un fracaso familiar, personal, en el trabajo o en otros
ámbitos: ¿en qué he fallado?
La pregunta está en el corazón de padres de familia que buscaron dar una buena
educación a los hijos, que transmitieron principios sanos, que les llevaron a la
iglesia para rezar y recibir los sacramentos. De modo inesperado, un hijo o una
hija rompe con los valores recibidos y se marcha, quizá no de casa, pero sí
lejos de mucho de lo que sus padres quisieron transmitirle. ¿En qué fallaron?
La pregunta está en la mente de sacerdotes y catequistas que trabajaron en serio
para comunicar la fe a niños, jóvenes y adultos, para enseñarles a orar, para
animarles a la confesión y a la misa. Luego, tras la primera comunión, o tras la
confirmación, o después de la boda, muchos desaparecen. ¿Dónde estuvo el fallo?
La pregunta está en educadores que, día tras día, buscan transmitir la ciencia y
los valores en las aulas de la escuela o de la universidad. Un día llega la
noticia de la muerte de un alumno por sobredosis de droga. ¿Quién falló?
La pregunta llega a ser algo sumamente personal cuando, después de tantos
estudios, trabajos, sacrificios, oraciones, uno mira su propio corazón y se
siente vacío, cansado, sin fuerzas, sin ilusiones, sin triunfos, sin buenos
hábitos, sin esperanza. ¿En qué he fallado?
A veces lo que ha ocurrido es por culpa directa de quien se hace la pregunta. No
supo poner medios eficaces, no captó la importancia de ciertas situaciones, no
percibió que era la hora de cambiar de método, no buscó momentos de diálogo con
el hijo o con el alumno para ofrecerle una ayuda más concreta.
Pero otras veces la culpa no es ni de los padres ni de los educadores. El hijo
puede tener padres santos, pero tiene un corazón libre y en grado de dar un
portazo a su pasado por un capricho del momento. El alumno puede haber recibido
una educación óptima con profesores excelentes, pero su curiosidad es capaz de
llevarle a la ruina en pocos días.
Además, nadie tiene garantizado, en esta vida, triunfos concretos en lo que
depende de otros. No todos los jefes de trabajo serán justos, por más que uno
tenga “méritos” para no ser despedido. Ni todas las dietas y consejos médicos
son suficientes para impedir un cáncer de origen genético. Ni las oraciones se
convierten en una garantía automática para recibir lo que uno pide: muchas veces
Dios permite una prueba para luego darnos algo mucho mejor.
¿En qué he fallado? Vale la pena lanzar la pregunta con serenidad, delante de
Dios y de la propia conciencia. Será entonces posible reconocer errores reales y
actitudes que han provocado mucho daño. O también será justo reconocer, en los
límites ineliminables de la vida humana, que uno hizo lo que pudo y con la mejor
voluntad del mundo, pero que Dios ha permitido un dolor debido a las decisiones
de otros o a circunstancias que no podemos controlar.
En ese segundo caso vale la pena recordar que no tenemos aquí morada permanente
(cf. Hb 13,14), que somos peregrinos hacia la patria definitiva.
Dios, no lo olvidemos, no dejará de estar a nuestro lado para mantener viva una
llama de esperanza. Nos dará las fuerzas necesarias para poner, de nuevo, la
mano en el arado. Nos animará a seguir, quizá entre lágrimas, en el trabajo
sencillo por vivir el Evangelio y hacer el bien a quienes viven a nuestro lado.