El empuje decisivo
Autor: Padre Fernando Pascual, L.C.
Profesor de filosofía y bioética en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum
Fuente: es.catholic.net (con permiso del autor)
Conocemos las normas y
entendemos su sentido, pero a veces preferimos el capricho, decidimos vivir a
nuestro aire.
Sabemos que existe un castigo para la injusticia, pero no faltan momentos en los
que creemos que podremos evitar de algún modo las penas que merecen nuestras
faltas.
Creemos que Dios lo ve todo, pero ante un dinero fácil o un placer prohibido
escogemos el mal camino, arriesgamos el futuro eterno.
Queremos, incluso, ser honestos, justos, buenos, pero el mal nos aturde de mil
maneras y con facilidad dejamos de ayudar a un amigo para disfrutar de un “plato
de lentejas” o de tantos gustos que nos ofrece el mundo en el que vivimos.
¿Por qué somos tan débiles? ¿Por qué no ponemos en práctica ideales buenos? ¿Por
qué dejamos que el pecado carcoma nuestras vidas? ¿Por qué nos encerramos en
pensamientos egoístas, en rencores destructivos, en avaricias que empobrecen
nuestras almas?
Hace falta una fuerza enorme para vencer el peso del pecado, la energía de las
malas costumbres, la corriente de un mundo desquiciado, el empuje de las
pasiones desatadas.
Esa fuerza sólo puede llegar desde una presencia superior, de una mano divina,
de un Amor que no tenga miedo a mis miserias, de una Misericordia que pueda
lavar mis faltas. Sólo la gracia vence al pecado.
Sí: sólo Dios nos permite romper contra la nube de mal que ciega los corazones
de los hombres. Porque Dios es omnipotente y bueno, porque es Padre, porque no
puede olvidar que somos hijos suyos, débiles y pobres, y por eso muy necesitados
de su gracia.
Si recibimos a Dios, si le dejamos tocar nuestras almas y limpiarlas con el
sacramento de la Penitencia, si lo acogemos presente y vivo en la Iglesia, si lo
gustamos en la Eucaristía, si entramos en su misterio desde la Sagrada
Escritura, recibiremos ese empuje definitivo que tanto necesitamos en el camino
de la vida.
No faltarán momentos de fragilidad, no seremos invulnerables ante el pecado.
Pero al menos habremos dado ese paso decisivo que separa al mediocre del
cristiano verdadero. Seremos parte de aquellos esforzados que luchan, en serio,
por entrar en el Reino de los cielos... (cf. Lc 16,16).