Ni sospecha patológica ni buenismo ingenuo
Autor: Padre Fernando Pascual, L.C.
Profesor de filosofía y bioética en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum
Fuente: es.catholic.net (con permiso del autor)
Ciertos pensadores,
maestros de la sospecha, se caracterizan por encontrar en todo lo humano
intenciones torcidas, maldades camufladas, perversiones revestidas de
terciopelo.
Piensan que todos (o casi todos) los actos que realizamos encierran una gran
dosis de egoísmo, de sensualidad, de ambición, de odio, y que nadie (o casi
nadie) escapa a una ley universal de maldad que atrapa en lo profundo a cada ser
humano.
Otros, maestros del “buenismo”, llegan a defender lo opuesto: el ser humano es
siempre (o casi siempre) bueno, abierto a lo noble, a lo grande, a lo hermoso.
Incluso cuando comete errores, cuando daña a sus semejantes, está simplemente
manifestando deseos profundos de autorrealización, que nacen de su sana
tendencia a conquistar sus propias metas. Los “errores” serían, simplemente, el
resultado de una mala información, de un influjo negativo de la sociedad, o del
choque entre dos intereses legítimos y buenos que no pueden ser satisfechos
simultáneamente.
Entre estas dos visiones antitéticas existe una teoría que reconoce en cada ser
humano la mezcla y la lucha interior entre dos fuerzas. Una nos lleva hacia lo
bueno, hacia lo verdadero, hacia lo justo, hacia el altruismo. Otra nos arrastra
hacia lo malo, hacia lo falso, hacia lo injusto, hacia el egoísmo.
Existen, como piensan los maestros de la sospecha, palabras y acciones que
parecen buenas y que esconden un poso de mentira y de traición que engañan al
incauto y que llevan al perverso a victorias aparentes. Al revés, como dicen los
“buenistas”, también ocurre que tras un acto equivocado, una injusticia
manifiesta, hay latente una buena intención, un deseo sincero por avanzar hacia
lo bueno, distorsionado por errores estructurales o coyunturales que llevan a
realizar lo malo cuando se buscaba lo bueno.
Ante la complejidad propia del mundo humano, vale la pena recordar un viejo
adagio: de lo que ocurre en el interior de cada uno, ni siquiera la Iglesia, ni
el Estado, ni ninguna institución o persona concreta, pueden emitir un juicio:
“de internis, neque Ecclesia”. Porque los que pensamos malos a veces no son tan
malos, o los que pensamos buenos a veces no son tan buenos.
Frente a los que sospechan de todo y acusan a todos de intenciones torcidas, y
frente a los que lo disculpan todo y convierten a los demás en seres casi
angélicos y siempre inocentes, hemos de reconocer que existen fuerzas opuestas
que luchan continuamente dentro de nosotros.
La victoria del bien inicia allí donde miramos al propio corazón y, con la ayuda
de Dios y de buenos amigos, denunciamos tantas intenciones torcidas, tantas
tendencias desordenadas que nos acercan al abismo del mal, del pecado, de la
injusticia. Y esa victoria sigue allí donde reconocemos que también hay
propósitos buenos, sentimientos nobles, impulsos e inspiraciones de Dios que nos
llevan a la humildad, al servicio, a la acogida, a la entrega sincera a quienes
viven a nuestro lado y esperan un poco de amor y de esperanza.
Más allá de las sospechas patológicas y de buenismos baratos, la religión
cristiana abre los ojos ante el mal que hiere nuestras almas (la herencia del
pecado original nos toca a todos) y hacia la presencia continua de un Dios que
ama eternamente a cada uno de sus hijos, hasta el punto de ofrecernos todo su
Amor en Jesucristo.
Con la ayuda de Dios podremos mirar a los demás con ojos de misericordia, sin
ignorar los defectos objetivos y sin sospechar torcidas intenciones en los miles
de gestos buenos que nos llegan continuamente de quienes viven a nuestro lado.