Ante las muertes imprevistas
Autor: Padre Fernando Pascual, L.C.
Profesor de filosofía y bioética en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum
Fuente: es.catholic.net (con permiso del autor)
Hay muertes
previstas: dan tiempo para prepararnos a su llegada. Otras muertes, en cambio,
ocurren sorpresivamente, de golpe, como un relámpago inesperado.
La muerte de un familiar anciano, o de alguien que cede poco a poco ante una
enfermedad inexorable, llega de un modo más o menos esperado. El corazón puede
prepararse, porque adivina que, tarde o temprano, una vida terrena termina.
Estamos, entonces, listos para acoger el “golpe”, que no deja de ser doloroso,
pero que sabemos estaba próximo.
Pero la situación es muy diferente cuando un hecho imprevisto (un choque, un
secuestro, un atentado, un accidente de trabajo), irrumpe en una vida y provoca
una muerte inesperada. Una curva mal tomada, un pinchazo en la rueda, una
balacera en la calle, un terremoto, un incendio en el avión o en el barco:
hechos veloces, hechos inesperados, violentos, a veces misteriosos, nos arrancan
la presencia de un ser querido.
Las muertes imprevistas llaman a las puertas de cualquiera: del niño y del
adulto, del rico y del pobre, del ciudadano honesto y del delincuente, del santo
y del pecador, del amigo y del enemigo. No hay distinciones, como si todos, ante
el hecho inesperado, fuesen igualmente vulnerables, frágiles, incapaces de
defenderse o de huir.
Llega luego la llamada o el correo electrónico que provoca una conmoción
indescriptible: un familiar, un amigo, un compañero de trabajo, un vecino, acaba
de morir.
Sentimos entonces un desgarrón profundo en el alma. Por lo inesperado del hecho.
Por el afecto que sentíamos hacia una persona cercana o conocida. Por la ruptura
radical que se impone en los lazos temporales.
Si descubrimos, además, que la causa de esa muerte fue la borrachera de un
chofer irresponsable, o la malicia perversa de quienes viven en el mundo del
delito organizado, sentimos una rabia profunda por la injusticia sufrida.
Descubrimos con amargura que vivimos en un mundo perverso, en el que muchas
veces las autoridades no consiguen controlar agresiones que destruyen familias,
desde la violencia que sacude nuestros pueblos y ciudades.
Tras la noticia de la muerte inesperada, se suceden los hechos como una cascada
incontenible. Por un lado, hay que afrontar la situación y los deberes
inmediatos: dar o recibir el pésame, preparar el funeral, buscar tiempo para
recibir visitas o para velar el cuerpo de quien hasta hace muy poco nos hablaba
con ternura. Prisas, llamadas, papeles, contactos, seguros. Todo ocurre muy
rápido, según rutinas frías que agobian la vida de muchas ciudades modernas.
Por otro lado, está el vacío interior, la herida del alma, muy reciente, muy
honda. Notamos que desde ahora queda un hueco en la cama, en la casa, en la
oficina, en la propia vida. Desaparece un ser querido. El mundo ha dado un
cambio brusco, al menos según nosotros. Casi nos resulta extraño que haya
quienes siguen con sus prisas, sus proyectos y sus monotonías, cuando percibimos
que todo, desde ahora, va a ser distinto.
Sentimos entonces lo que san Agustín experimentó cuando vio morir, de modo
rápido e inesperado, a uno de los amigos de su juventud:
“Se entenebreció mi corazón de dolor, y veía en todas las cosas la muerte. La
patria era para mí un suplicio, y la casa paterna se me hacía insoportable, y
todo cuanto con él me había sido común, se me convertía sin él en crudelísimo
tormento. Buscábanle por todas partes mis ojos, y no le hallaban. Todas las
cosas me eran aborrecibles, porque no le hallaba entre ellas, ni me podían
decir: Mírale, ahí viene, como antes, cuando venía después de una ausencia.
Llegué a hacerme insoportable a mí mismo” (San Agustín, “Confesiones” IV,4,9).
El luto ha entrado en la propia vida. Puede ser un luto más o menos “sano”,
llevado con dignidad (lo cual no quita la pena). O puede ser un luto enfermizo,
desbordante, que arrastra al odio, a la sed de venganza, al abatimiento, a los
reproches contra Dios, contra la sociedad, contra la vida misma. Un luto que
carcome y que destruye, que aparta los ojos de todo lo que no sea el recuerdo de
quien ya no vive entre nosotros.
Cuesta superar lutos dañinos, porque cuesta aceptar una muerte no prevista. Pero
si abriésemos los ojos a las muchas bondades que nos rodean, si viésemos a
tantos otros familiares y amigos que desean nuestro bien, o incluso que
necesitan nuestra ayuda (también ellos piden un poco de consuelo),
encontraríamos fuerzas íntimas que nos permitirían seguir en la brecha de los
deberes cotidianos.
Sobre todo, necesitamos abrir el alma y el corazón a una certeza que va más allá
de los papeles de hospitales o de las páginas de periódicos; una certeza que
nace al reconocer que nuestra alma es espiritual, incapaz de morir, y que existe
un Dios que acoge a sus hijos buenos, que nos espera en la vida eterna. Quien
muere, de modo previsto o imprevisto, no ha desaparecido para siempre.
Es cierto que también pensar en la otra vida puede provocar angustias, sobre
todo si existen motivos para suponer que alguien ha muerto sin estar en paz con
Dios ni con su prójimo. Pero en el marco de la fe católica descubrimos que Dios
es misericordia, y sólo nos queda confiar en que esa misericordia haya
alcanzado, por caminos que a veces no nos resultan visibles, a la persona que
nos ha sido “arrancada” por una muerte imprevista.
Además, esa misma fe nos lleva a reconocer que siguen en pie los lazos de amor,
que no hemos roto por completo con quien nos ha dejado. Al hablar de la
importancia de las oraciones por nuestros seres queridos ya difuntos, el Papa
Benedicto XVI explicaba lo siguiente:
“Que el amor pueda llegar hasta el más allá, que sea posible un recíproco dar y
recibir, en el que estamos unidos unos con otros con vínculos de afecto más allá
del confín de la muerte, ha sido una convicción fundamental del cristianismo de
todos los siglos y sigue siendo también hoy una experiencia consoladora. ¿Quién
no siente la necesidad de hacer llegar a los propios seres queridos que ya se
fueron un signo de bondad, de gratitud o también de petición de perdón?”
(Benedicto XVI, encíclica “Spe salvi” n. 48).
Las muertes imprevistas tienen siempre un matiz de tragedia que no es fácil de
asumir. Pero resulta posible, desde las energías propias de los corazones y
desde la mirada hacia el mundo de Dios y de lo eterno, afrontarlas de un modo
más profundo, más completo, incluso más sereno.
Quedará, ciertamente, un hueco profundo por días, por meses, tal vez por años.
Pero ese hueco no es completo, porque el ser querido no ha desaparecido en el
remolino de la nada, sino que está presente en el corazón de Dios. Un Dios que
es bueno, que ama la vida, que acoge y rescata a cada uno de sus hijos. Un Dios
que nos acompaña, a quienes seguimos en el camino del tiempo, mientras avanzamos
también nosotros a la hora que dará por concluida la vida terrena y nos
introducirá en el mundo de lo eterno.