Jueces y justicia

Autor: Padre Fernando Pascual, L.C.

Profesor de filosofía y bioética en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum

Fuente: es.catholic.net (con permiso del autor) 

 

Los jueces están llamados a desempeñar una tarea difícil pero necesaria en la vida social: defender la justicia, castigar los delitos, reparar daños, ayudar a las víctimas.

Esa tarea se ve dificultada, en primer lugar, por la misma naturaleza de los asuntos tratados. En muchas ocasiones no está claro quién fue el delincuente, qué grado de culpabilidad tenía al cometer un delito, cómo afrontar el proceso de modo correcto y según normativas muy complejas, a veces orientadas a garantizar de modo excesivo los derechos del acusado.

El director de un banco descubre que falta dinero en la caja. El gerente acusa a uno de los empleados. Empiezan los trámites, las pericias, los debates. Chocan en el aula judicial el abogado defensor y el fiscal que sostiene la acusación. Al final, con datos más o menos claros, llega la hora de la sentencia. Será equivocada si condena a un inocente y destruye la fama de un empleado honesto. Será equivocada si absuelve a un culpable y así le permite volver a la vida profesional sin haber recibido el castigo que merece. Será equivocada si impone una condena inadecuada (por defecto o por exceso).

La segunda dificultad que enfrentan los jueces y los distintos funcionarios de justicia nace de la propia debilidad. Pensar que los jueces son seres inmaculados, insobornables, perfectos, objetivos, es casi lo mismo que suponer que no son humanos.

El mal de los corazones, la ambición, los odios, la arbitrariedad, afectan a todas las carreras y a todos los seres humanos. El título universitario, el nombramiento público, los diplomas en las paredes, no garantizan la honestidad de las personas que trabajan en los juzgados.

La tercera dificultad nace de un hecho complejo: los jueces actúan y desarrollan sus actividades según las leyes vigentes en los Estados, y no todas esas leyes son justas.

Ha ocurrido, ocurre, y por desgracia ocurrirá en el futuro (si nadie lo remedia), que algunas leyes son claramente inicuas y promueven un sistema político injusto, opresivo, liberticida, hasta el punto de promover el “delito legal” (una especie de contradicción jurídica por desgracia no imposible).

Imaginemos un Estado (sería de esperar que fuese sólo del pasado) que considera la esclavitud como algo legal y que decide castigar severamente a los esclavos que intentan la fuga o a las personas que buscan liberar a los hombres o mujeres sometidos a un sistema perverso de opresión. El juez que trabaja en ese Estado, en cuanto funcionario público, tendría que aplicar la ley. Pero en su “esencia” como juez, como defensor de los derechos de las personas, también tendría que ayudar a los débiles contra el abuso de los fuertes; es decir, tendría que condenar a las personas y al sistema que pisotean los derechos de otras personas consideradas, injustamente, como esclavos.

Sin tener que recurrir a ejemplos del pasado, lo anterior se produce en el presente. Sobre todo en aquellos Estados, y no son pocos, que han legalizado o despenalizado el aborto. O aquellos otros Estados, y las noticias nos recuerdan que todavía existen, que mutilan a los ladrones o que lapidan a quienes cometen adulterio.

Un juez que trabaja en esos Estados tiene la función de defender lo justo, lo bueno, lo que merece todo ser humano simplemente por ser humano. No puede, por lo mismo, doblegarse a decisiones de los grupos de poder (sean dictadores, sean parlamentos democráticos o gobiernos) que permiten como “derecho” lo que es un “delito”, según recordaba Juan Pablo II en la encíclica “Evangelium vitae”.

Los jueces tienen una función básica en la vida social. Su tarea es enorme, es difícil, es comprometedora. Con jueces honestos y amantes de la verdad, con jueces serios en su trabajo diario y en el reconocimiento de la dignidad de cada ser humano, es posible construir un mundo mejor. También cuando llega la hora de enfrentarse a presiones que pueden implicar el sacrificio de la propia vida, o cuando el Estado impone leyes injustas que ningún juez fiel a lo que su nombre indica puede avalar.

Será entonces cuando encontremos jueces que aceptarán sufrir ante amenazas, chantajes o agresiones de diverso tipo, o que perderán su cargo por no someterse a los poderes públicos que imponen leyes y disposiciones con las que se daña a los débiles.

Es hermoso encontrar jueces así, valientes, dispuestos a mantener en alto el ideal de justicia por el que un día comprometieron la propia existencia para trabajar por la defensa de los derechos de todos, sin discriminaciones arbitrarias, porque su vocación social les lleva a defender a las víctimas en los muchos delitos (también los “delitos legales”) que dañan la convivencia humana.