Vulnerables, pero en las manos de Dios

Autor: Padre Fernando Pascual, L.C.

Profesor de filosofía y bioética en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum

Fuente: es.catholic.net (con permiso del autor) 

 

Somos vulnerables de muchas maneras, ante situaciones diversas, en un mundo complejo y desde nuestro corazón frágil.

Somos vulnerables en lo físico. La salud pende de un hilo. Basta muy poco para que inicie una gripe o se produzca un infarto. Los accidentes ocurren en casa, en la escalera, en la calle, en el trabajo. Mil peligros acechan cada día nuestro cuerpo débil y enfermizo.

Somos vulnerables en las relaciones sociales. Una palabra mal dicha, un comentario descuidado, un error, un malentendido, un engaño, son suficientes para enrarecer el ambiente en la familia, para dar por terminada una amistad, para crear un clima extraño de silencios en el trabajo, para sentirnos acusados o para caer en la actitud del acusador que busca el momento para la venganza.

Somos vulnerables en nuestro corazón, allí donde estamos a solas ante la propia conciencia. Porque hiere descubrir nuestros defectos, porque nos apena reconocer que también otros ya conocen nuestra debilidad, porque nos avergüenza recaer en un pecado constante, amargo, engañoso.

Somos vulnerables incluso cuando nos sentimos fuertes, cuando el triunfo parece brillar a nuestro lado. Porque el sentimiento de autosatisfacción y de victoria es engañoso y mudable como el viento. Porque duele mucho más una caída cuando ésta se produce desde lo alto.

Hay dos grandes errores en la vida. El primero, vivir engañados en un embriagador sentimiento de invulnerabilidad. El segundo, vivir abatidos y apocados al sentirnos vulnerables, al percibir heridas abiertas en el cuerpo y en el alma.

Vale la pena abrir la Biblia para acoger las palabras del Salmista: “He visto al impío muy arrogante empinarse como un cedro del Líbano; pasé de nuevo y ya no estaba, le busqué y no se le encontró” (Sal 37,35-36).

La salud, las riquezas, los talentos intelectuales y de carácter son frágiles: no pueden asegurarnos ni un solo día de vida. Invertir las propias energías en lo pasajero es querer construir sobre arena, cuando quizá no llegaremos a ver la próxima salida del sol. “¡Necio! Esta misma noche te reclamarán el alma; las cosas que preparaste, ¿para quién serán?” (cf. Lc 12,20-21).

En cambio, empezamos a ser realmente fuertes, llegamos a la paz profunda del alma, si dejamos las seguridades terrenas, si rompemos con los apegos y nos ponemos en las manos de Dios. “A los ricos de este mundo recomiéndales que no sean altaneros ni pongan su esperanza en lo inseguro de las riquezas sino en Dios, que nos provee espléndidamente de todo para que lo disfrutemos” (1Tm 6,17).

En Dios encontramos fuerzas para el camino, paz para el alma, humildad ante las heridas, perdón para limpiar las faltas, misericordia que produce confianza y construye puentes de amor entre los hombres.

Tenemos un alcázar en el que Dios tiene ya preparados lugares para la llegada de los hijos (cf. Sal 71). Con Él podemos vivir, en medio de lo vulnerable, muy seguros, porque estamos bajo la protección de un Padre que nos ama.