Iglesia y salvación
Autor: Padre Fernando Pascual, L.C.
Profesor de filosofía y bioética en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum
Fuente: es.catholic.net (con permiso del autor)
Explicar que en la
Iglesia católica está en plenitud la acción de Dios en favor de los hombres
resulta difícil y crea a veces dudas o incluso reacciones contrarias en la
gente.
Es difícil, porque algunos tienen miedo a parecer “excluyentes”, totalitarios,
fanáticos, si dicen que en la Iglesia está la salvación en su plenitud.
Es difícil, porque otros rechazan cualquier “organización” en el mundo de la
espiritualidad y de la fe, como si las creencias sobre Dios y sobre la salvación
fuesen algo subjetivo, según convicciones que pueden variar (y mucho) entre las
personas o los grupos.
Es difícil, porque otros no creen que haya necesidad de ninguna salvación, o
niegan la existencia de Dios, o aceptan a Dios pero rechazan a Cristo.
Es difícil, porque hay quienes tienen una actitud de rechazo hacia quienes
afirman algo como seguro y como válido para otros, pues piensan que la
pretensión de poseer la verdad es fuente de intolerancia, violencia y fanatismo.
Pero las dificultades pueden superarse si eliminamos los malentendidos y si
tomamos una actitud empática, llena de afecto hacia quien habla y hacia quien
escucha.
El primer malentendido es pensar que enseñar el Evangelio en toda su belleza y
en toda su exigencia implica actitudes negativas e intolerantes, cuando en
realidad uno de los núcleos centrales del mensaje de Cristo es el ofrecimiento
de la salvación a todos, ricos y pobres, judíos y griegos, hombres y mujeres,
esclavos y señores. Todos estamos heridos por el pecado y todos necesitamos
sentir la mano cercana y amiga de Jesucristo salvador. El Evangelio no es
“excluyente”, sino amable y sinceramente “incluyente”.
El segundo malentendido radica en ver la fe como si se tratase de algo
simplemente individual, ajeno a cualquier tipo de estructuras y
“organizaciones”.
En realidad, la fe es un “creo” y, al mismo tiempo, un “creemos”: une a la
persona con el grupo, con el “nosotros”. Así lo explica el “Catecismo de la
Iglesia católica”:
“La fe es un acto personal: la respuesta libre del hombre a la iniciativa de
Dios que se revela. Pero la fe no es un acto aislado. Nadie puede creer solo,
como nadie puede vivir solo. Nadie se ha dado la fe a sí mismo, como nadie se ha
dado la vida a sí mismo. El creyente ha recibido la fe de otro, debe
transmitirla a otro. Nuestro amor a Jesús y a los hombres nos impulsa a hablar a
otros de nuestra fe. Cada creyente es como un eslabón en la gran cadena de los
creyentes. Yo no puedo creer sin ser sostenido por la fe de los otros, y por mi
fe yo contribuyo a sostener la fe de los otros” (Catecismo de la Iglesia
católica n. 166).
Desde el “creemos”, en la ayuda que unos recibimos de otros cuando acogemos la
acción de Dios en los corazones, podemos sentirnos unidos no sólo en “fórmulas”
o “estructuras”, sino sobre todo en la adhesión a una Persona viva, Jesucristo;
en la acogida de sus ministros (el Papa, los obispos, los sacerdotes); en la
vida de los Sacramentos, desde el Bautismo y la Confirmación hasta el más
importante, la Eucaristía. Sin olvidar los demás sacramentos: el hermoso
encuentro de amor que se produce en la confesión (la Penitencia) y en la Unción
de los Enfermos, las riquezas del matrimonio bendecido por Dios, la relación
íntima con la que Dios se compromete con sus obispos, sacerdotes y diáconos a
través del sacramento del Orden
El tercer malentendido surge cuando la Iglesia es vista simplemente como una
organización humana, hecha por hombres, unos mejores, otros peores, y según
ideas que valen lo que puede valer todo lo humano: mucho o poco, desde las
variaciones casi imprevisibles de los gustos y las épocas.
En realidad, la Iglesia nunca se ha considerado a sí misma (ni puede hacerlo)
como una elaboración humana, sino como una realidad que surge del corazón mismo
de Dios, desde Cristo, en el Espíritu Santo.
Si lo anterior no fuese verdad, la Iglesia perdería su núcleo más profundo y no
merecería ningún interés relevante. Pero si es verdad que Cristo fundó la
Iglesia, que está vivo en ella, y que invita a todos los hombres y mujeres a
acoger su Amor, entonces la Iglesia adquiere un valor incalculable.
Vale la pena recordar aquí, desde la ayuda de una catequesis de Benedicto XVI,
lo que enseñaba san Cipriano en el siglo III sobre la Iglesia:
“[San Cipriano] distingue entre Iglesia visible, jerárquica, e Iglesia
invisible, mística, pero afirma con fuerza que la Iglesia es una sola, fundada
sobre Pedro. No se cansa de repetir que «quien abandona la cátedra de Pedro,
sobre la que está fundada la Iglesia, se engaña si cree que se mantiene en la
Iglesia» (La unidad de la Iglesia católica, 4). San Cipriano sabe bien, y lo
formuló con palabras fuertes, que «fuera de la Iglesia no hay salvación» (Carta
4,4 y 73,21) y que «no puede tener a Dios como padre quien no tiene a la Iglesia
como madre» (La unidad de la Iglesia católica, 4)” (Benedicto XVI, miércoles 25
de febrero de 2009).
La lista de textos podría ser innumerable. Lo importante es abrir los corazones
a esta profunda verdad: Dios ama a los hombres, Dios está vivo, Dios no se cansa
de invitarnos a la conversión, a entrar en su Casa, a participar de su Vida.
Ese es el mensaje que la Iglesia, por fidelidad a Cristo, no deja de repetir a
los hombres de todos los pueblos, de todas las culturas, de todas las razas, de
todos los tiempos. Su voz es como un grito que arranca del corazón de Dios, y
que repite, una y otra vez, las palabras del Maestro: “El tiempo se ha cumplido
y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva” (Mc 1,15).