¿Acusarán a la Iglesia de comidafobia?  

Autor: Padre Fernando Pascual, L.C.

Profesor de filosofía y bioética en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum

Fuente: es.catholic.net (con permiso del autor) 

 

 

Con los tiempos que corren, quizá pronto acusen a la Iglesia de comidafobia.

Ha habido y hay quienes la acusan de enemiga de la vida, de enemiga del cuerpo, de enemiga del sexo, de enemiga del matrimonio, de enemiga de la ciencia, de enemiga de los homosexuales, de enemiga del progreso, de enemiga de la mujer, de enemiga de la razón, de enemiga de los sentimientos, de enemiga de...

Así, piensan que la Iglesia es homofóbica, o mujerfóbica, o cienciafóbica. La palabra corre, como eslogan fácil: una nueva etiqueta, falsa y confusa, sirve para neutralizar, criticar, marginar a la Iglesia.

Por eso, quizá algún día acusen a la Iglesia de comidafóbica. ¿Por qué? Porque según la doctrina católica la gula es un pecado: comer en exceso, emborracharse, usar sustancias como las drogas, son faltas graves, son muchas veces pecados mortales.

Además, la Iglesia considera una injusticia buscar el refinamiento en la comida mientras millones de seres humanos viven desnutridos o llegan a morir de hambre. Incluso alaba la utilidad de la abstinencia y de los ayunos como camino para controlar los instintos y para crecer en el Amor a Dios y al prójimo.

Si se llegase a acusar a la Iglesia de comidafóbica (como ya se ha llegado a acusarla de otras fobias), tendremos que prepararnos para recibir críticas por mantener en la Biblia frases como las siguientes:

“No seas de los que se emborrachan de vino, ni de los que se ahítan de carne, porque borracho y glotón se empobrecen y el sopor se viste de harapos” (Prov 23,20-21).

“Como en pleno día, procedamos con decoro: nada de comilonas y borracheras; nada de lujurias y desenfrenos; nada de rivalidades y envidias. Revestíos más bien del Señor Jesucristo y no os preocupéis de la carne para satisfacer sus concupiscencias” (Rm 13,13-14).

“¡No!, os escribí que no os relacionarais con quien, llamándose hermano, es impuro, avaro, idólatra, ultrajador, borracho o ladrón. Con ésos ¡ni comer!” (1Cor 5,11).

O se pedirá que se quite, de la lista de los pecados capitales, el de la gula. Porque, en el fondo, ¿qué hay de malo en el comer y en el beber? ¿No cita el mismo san Pablo, aunque sea para criticarla, aquella frase tan famosa “comamos y bebamos, que mañana moriremos” (cf. 1Cor 15,32)?

Sería extraño, pero no imposible, que se llegue a acusar a la Iglesia de incurrir en la comidafobia, sobre todo cuando existen tantas campañas contra la obesidad, contra las “meriendas” llenas de azúcar y grasa, contra el tabaco, contra algunas bebidas alcohólicas. Pero con tantas sorpresas, con tantas críticas malévolas o ingenuas, con tantas mentiras divulgadas acá y allá contra la Iglesia, hemos de estar preparados por si algún día lanzan esta palabra en el mercado de los insultos fáciles.

Mientras, no podemos dejar de denunciar los males de la gula, los peligros de vivir esclavos de las pasiones del paladar y del capricho de quienes han convertido a su vientre en su dios, pues sólo piensan en las cosas de la tierra y en los gustos del momento (cf. Flp 3,19).

No podemos dejar de decir a tantos hombres y mujeres que la comida y la bebida (como el sexo o el dinero) no son un pasaporte seguro para la vida eterna ni para la paz del alma. Comer y beber sirven, es verdad, como ayuda para cumplir nuestras obligaciones, sin dejar de tener, dentro de su orden debido, una hermosa dimensión de convivencia y de amistad. Pero ello no justifica hacer de la comida un fin en sí mismo ni una excusa para el desenfreno.

Los abusos merecen una firme condena (son pecados) aunque algún día seamos tachados de “comidafóbicos”. En realidad, los católicos no tenemos fobia ni a la comida, ni al sexo, ni a las mil realidades hermosas y necesarias del vivir terreno. Sólo le tenemos miedo y odio al pecado, porque nos aparta de Dios, nos aleja del hermano, y nos encierra en el sinsentido del egoísmo. Y si odiamos el pecado es porque optamos por la belleza del Evangelio y de la vida verdadera, que inicia en este tiempo y nos abre las puertas al mundo de lo eterno.