Michael D. O'Brian, La última escapada

Autor: Padre Fernando Pascual, L.C.

Profesor de filosofía y bioética en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum

Fuente: es.catholic.net (con permiso del autor) 

 

 

(Traducción de Ignacio Peyró del original inglés Plague Journal (1999), Libros Libres, Madrid 2009, 295 pp.

 

Estamos ante una novela que sirve para pensar. Presenta el choque entre Nathaniel Delaney y un mundo que se ha desquiciado, desde ideas de progreso y libertad bajo las que se esconde un proyecto de imposición ideológica por parte del «Nuevo orden mundial».

 

Michael O'Brian, conocido por novelas como El padre Elías y El librero de Varsovia (parte de una serie, Children of the Last Days, de seis obras, tres de las cuales dedicadas a la familia Delaney), recoge aquí las notas de una especie de diario de Nathaniel Delaney, director de un periódico, The Swiftcreek Echo (o simplemente The Echo), desde el cual lucha contra una mentalidad que destruye los valores de la civilización cristiana. Las páginas de este «diario» llegan imaginariamente a nosotros gracias a un cabo retirado de la Policía Montada del Canadá, que las recató después de que Delaney hubiera sido arrestado en la cárcel del pueblo y «desapareciese» de la escena tras ser llevado a otro lugar no determinado.

 

Nathaniel Delaney se enfrenta a una «cultura» que avanza y conquista poco a poco los cerebros de sus conciudadanos. En su pueblo de Canadá, Swiftcreek, vive con dos de sus hijos, Tyler (en familia llamado Bam) y Zöe (apodada Zizzy). La tercera hija, Arrow, vive con la madre, la cual abandonó el hogar al no soportar el estilo de vida y la mentalidad de su esposo. Zizzy (tiene 10 años) regala a su padre, el día de Año nuevo, un cuaderno para que escriba «pensamientos, secretos y cosas que quieras recordar. Las cosas buenas -me sonrió-. No como lo que escribes para el periódico» (p. 16). En realidad, el diario es una especie de prolongación del periódico, un reflejo de las dudas, de la rebeldía, de las luchas, de la rabia que Delaney lleva en su corazón.

 

A través de esas hojas penetramos en una psicología rica y compleja, en una mente que analiza la realidad por encima del pensamiento dominante. También recorremos la historia de la familia de Nathaniel, la personalidad de sus pocos amigos y conocidos, la situación de una sociedad que convive pacíficamente con el aborto, con la eutanasia, con los «matrimonios» entre homosexuales, con una ideología de género que empieza a ser enseñada a los niños en la escuela.

 

Es precisamente este último hecho el que hace desbordar el vaso de agua. Nathaniel pide a la directora de la escuela que sus hijos no vayan a las clases de educación sexual. Tiene que luchar para que su petición, como padre de familia y primer responsable de sus hijos, sea atendida de modo digno. Luego, los problemas arrecian: disminuyen las suscripciones del The Echo. Muere el abuelo Delaney. Un grupo de vándalos (o de personas que obedecían órdenes precisas) destruyen las oficinas del periódico.

 

El desastre se desencadena la tarde de un 18 de enero. Nathaniel recibe la llamada misteriosa de un viejo amigo, Maurice, que ahora es parte del «sistema», que trabaja para la ideología dominante. Le advierte que corre peligro, que debe huir, que van a terminar con su oposición revisionista. Nathaniel no sabe si se trata de una broma o, precisamente, de una intimidación para que deje de escribir.

 

Esa tarde decide ir a la escuela a recoger a sus hijos. No salen. Los encuentra en el despacho de la directora, que consigue, a través de preguntas y presiones de diverso tipo, que Zöe (que entonces ya tiene unos 11 años) llegue a dar algún sí confuso al “hecho” de haber sido abusada por su padre. La niña sabe que todo es mentira, pero la directora cree tener la prueba de la peligrosidad del señor Delaney. Ante esta situación, y sin que la directora y su secretaria puedan detenerle, Nathaniel coge a sus dos hijos y emprende la fuga.

 

El resto del libro (la mayor parte del mismo) es el relato de esa fuga por montañas y valles nevados, y de los encuentros con verdaderos amigos que apoyan a un padre desesperado: una familia de vietnamitas, los Thu (cuyo hijo, Anthony, morirá al final de la novela); el abuelo materno, Thaddaeus (un indio que vive en el bosque); y el padre Andrei, un anciano sacerdote que aparece justo hacia el final de la obra, y que encontramos también en otras novelas de O'Brian.

 

La fuga se prolonga por algunos días, mientras los helicópteros y las patrullas de la policía siguen las huellas de un «peligroso delincuente», acusado también de haber asesinado a Bill, el portero del colegio (que muere misteriosamente después de que Nathaniel hubiese huido de la escuela, y después de que el mismo Bill le hubiera llamado por teléfono para avisarle de la llegada de agentes especiales del gobierno).

 

La duración de la huida, la marcha entre bosques, lagos y arroyos congelados, permite a Nathaniel recorrer su pasado y denunciar un mundo enloquecido. No deja de ser periodista mientras piensa: escribe con sus reflexiones, y con su mano sobre el diario, editoriales incisivos contra la sociedad que asfixia lo mejor que hay en ella. Evoca, además, los hechos más importantes de su vida: su amistad con un médico exabortista, Woolley, que al final del libro traicionará a Nathaniel y lo entregará a la policía. Las tensiones con su padre, todavía vivo, con quien hablará por teléfono para pedir ayuda y en quien encontrará una frialdad debida al choque de mentalidades. Su fracaso matrimonial, resultado de su excesivo amor al periódico y a los continuos choque con Maya, su esposa, que también pertenece al pensamiento «progresista». Sus distintos abuelos, con sus riquezas y sus límites, sus enfermedades (la abuela india será alcohólica y demente) y su grandeza (el abuelo indio vivirá para atender a su esposa enferma y loca).

 

A lo largo de las páginas aparecen reflexiones escritas, algunas pensadas como editoriales o artículos para The Echo, otras simplemente como parte de la lucha interior de Nathaniel, un hombre que cree en Dios pero que se ha alejado bastante tiempo de la práctica religiosa, y que ha dejado que su corazón hubiera quedado lleno de odios hacia quienes promueven la ideología dominante. Esas reflexiones permiten al lector entrar en perspectivas nuevas, que permiten considerar problemas sumamente actuales más allá de lo «políticamente correcto» y del control férreo que ejercen grupos de poder sobre la prensa mundial, sobre el mundo educativo (desde la escuela hasta la universidad), y sobre todo lo que sea arte y cultura (literatura, pintura, escultura, etcétera).

 

Podemos evocar algunas de esas reflexiones. Cuando ha iniciado la fuga, Nathaniel recuerda cómo sus hijos quedaban marcados por el «condicionamiento ideológico» que se impartía en la escuela. «Se volvieron amargos, recelosos, aburridos: todo lo que no habían sido antes. Empecé a aborrecer esa expresión amohinada en sus rostros cuando salían de la ruta del colegio cada tarde, expresión calcada de las del resto de las caras que se apretaban contra el indolente cristal del autobús. Les llevaba la mayor parte del fin de semana volver a la normalidad, averiguar de nuevo quiénes eran de verdad. No me estaba dando cuenta pero les adoctrinaban en contra de los "juicios de valor" -contra la homofobia y la brujofobia y cualquier fobia posible bajo el cielo- antes de que hubieran aprendido el valor del comportamiento virtuoso y los peligros del perverso» (p. 87).

 

Mientras tiene un momento de paraíso entre la familia Thu (vietnamitas que huyeron del comunismo y que ahora tienen que luchar para sobrevivir a las imposiciones «liberales»), y tras dialogar por teléfono con su padre, mentalmente sigue su conversación con un fuerte reproche: «Papá, le digo en mi pensamiento... ¿No te has dado cuenta? ¿O es que siempre has querido que al final me equivocara? Todos estos años, ¿has estado acaso formulando un gran alegato contra mi religión? La considerabas un sistema anticuado de normas que produce sólo reprimidos y gente que a su vez reprime. ¿Nunca te has planteado que quizá te era necesario pensar así? Estupendo, ¿eh, papá?, cómo el Estado ha ofrecido todas las pruebas para sostener tus mitos favoritos. ¿Qué puedo yo decir contra un mito que se presenta como ciencia? Nada. Es un sistema cerrado. Y una construcción mental muy peligrosa, porque considera que la discrepancia no es herejía -pues la herejía tiene un aura romántica y revolucionaria- sino enfermedad. ¿Y quién iba a querer estar enfermo? [...] Pensabas que, por tu escepticismo, habías escapado de los mitos. Y sin embargo el mito te estaba comiendo vivo» (p. 135).

 

En el marco de los recuerdos de diversos choques con su propio padre, Nathaniel acusa esa idea optimista que ve el mundo moderno como victorioso, porque derrotó a Hitler, porque erradicó la viruela, porque dividió el átomo, cuando al mismo tiempo olvidamos que en ese mundo moderno «no se había hecho nada a favor de la condición humana fundamental. Si acaso, estaba peor que nunca. Superficialmente, parecía en un buen momento de desarrollo, pasmándonos con signos y maravillas, pero se había creado un mundo en el que el mal ya no parecía el mal. Un nuevo mundo de esquizofrenia» (pp. 143-144).

 

El optimismo ha llevado a la idea de que con la educación sería posible erradicar los defectos y debilidades de la humanidad. Pero esa idea es un mito, denuncia Nathaniel en una discusión que tuvo con su padre algunos años atrás, en el lago. «Médicos brujos os han convencido de que sus teorías sobre el funcionamiento del ser humano en realidad son hechos. Por supuesto, hay algunos hechos. Pero casi todas sus teorías son pura mitología: un día se verá que algunos de sus mitos son verdaderos, y se demostrará que otros son falsos. Pero, mientras tanto, esas teorías funcionan como sistemas de fe, con sus propios textos sagrados y liturgias y chamanes. Es un culto, una secta que se ha apoderado de una cultura por entero en una o dos generaciones. Sale victoriosa al vender sus dogmas como ciencia. Todo el mundo los toma así, al final. Es así como funcionan los mitos en una cultura, por más primaria o sofisticada que sea» (p. 152, cf. pp. 165-166).

 

El libro no puede ser leído simplemente como una condena, como un acusación lanzada por quien se siente inmaculado contra una sociedad pervertida. O'Brian muestra la lucha de Nathaniel contra aquellos odios que le dominan íntimamente (cf. p. 240). Su abuelo paterno, Stiofain, le había recriminado en el pasado: «Tanny, un pastor que ama su rebaño no condena a sus ovejas negras o de raza mezclada sin saber antes lo que tienen de bueno». Esa frase provoca al inquieto periodista y le hace reflexionar. «Todavía puedo sentir la vergüenza que sentí ese día. Tal vez mis primos eran débiles, pero no eran ni tan débiles ni tan estúpidos como un muchacho convencido de su propia superioridad, como un muchacho sin misericordia... como era yo» (p. 198).

 

Tras la llegada de Nathaniel con sus dos hijos a la cabaña de su abuelo materno, Thaddaeus, el padre Andrei (introducido casi por milagro en la trama de la novela) conseguirá, desde la lectura de la historia bíblica de José que perdona a sus hermanos, pacificar su alma, arrancar sus odios, y prepararlo para la confesión: desde ese momento Nathaniel llega a ser de nuevo plenamente católico, dispuesto a llevar a sus hijos (si consigue huir) a la iglesia.

 

También el periodista tiene que luchar contra el egoísmo. Quizá por haber vivido encerrado en su mundo, fracasó como esposo. Un día lo comprendió. «No lo sabía entonces, pero el precio que se paga por una familia feliz es la muerte del egoísmo. El padre debe morir si quiere dar vida a su esposa y a sus hijos. No es un pensamiento agradable pero es verdadero. Nos podemos entretener una vida entera evitándolo, pero no es suficiente con proveer y proteger» (p. 207). Incluso si un padre ha provisto la casa de todo lo “necesario”, poco ha hecho si olvida lo más importante: «que debe ser una imagen del amor y la verdad» (p. 207).

 

En un momento dramático del texto se refleja la angustia ante el triunfo del mal: Herodes ha vencido. «Aquí estás de nuevo, dos mil años después. Esta vez tienes un director de comunicación y de relaciones públicas; tienes modos agradablemente burocráticos y traje de negocios y una imagen nueva, mejorada. Pero sientes hacia la vida la misma furia que sentías. Herodes, Herodes, Herodes, aún estás derramando la copa de libaciones de tu dios. Asesina, asesina, dices, asesina estas palabras susurradas que contradicen tu canto de muerte: ¡La vida es muerte!, dicen tus sirvientes. ¡La muerte es vida, la oscuridad es luz!, dicen. ¡La luz es oscuridad!» (p. 215). Los niños que «vivan» en esta subcultura estarán «saturados de neones color púrpura y la canción de las sirenas de los grandes almacenes. Han tenido visiones lisérgicas. Saben que sus hermanos y hermanas ausentes perecieron bajo un cuchillo y no por el mandato de un rey malicioso sino por el deseo de sus madres y sus padres» (p. 215, una clara alusión al aborto, condenado con firmeza en diversos momentos de la obra).

 

El final puede dejar desconcertado a los lectores. Anthony Thu, que acompaña a Nathaniel en su fuga, muere como consecuencia de las heridas que le provocó una bengala lanzada desde un helicóptero de la policía y por culpa de la pasividad del doctor Woolley, el «amigo» de Nathaniel, que se niega a ofrecer su ayuda. La traición final de este «amigo» deja muy mal sabor de boca, pero es superada desde el perdón del fugitivo, fresco en su fe católica tras haber recibido el sacramento de la confesión, fuerte en su corazón frágil hasta el extremo de poder amar incluso al enemigo.

 

Nathaniel Delaney desaparece, ante la perplejidad del cabo de la Policía Montada, que recoge los papeles que dan origen al libro, y que son encontrados en un baúl, quizá después de muchos años de los hechos imaginados por O’Brian. Se vislumbra, de todos modos, que la trama no ha terminado. De hecho, la historia de los Delaney sigue en otra de las obras del Autor, Eclipse of the Sun (1998), la última de las tres novelas dedicadas a esta familia, y es justo augurar que sea pronto traducida al castellano.

 

Al final del libro encontramos un post it escrito como despedida por Zöe a su padre, con un texto que une La última escapada con El Señor de los anillos de Tolkien (una obra citada en diversos momentos de la novela y leída con pasión por la hija de Nathaniel): «Papi: No estés triste. No tengas miedo. Acuérdate de Frodo y de Sam. Te quiero. Zöe» (p. 293).

 

Ese es el mensaje de esta novela-denuncia: no tener miedo. En cierto modo, es un eco de la tarde del día de Pascua, cuando Jesús Resucitado invitó a sus discípulos a no temer. Vale la pena recordarlo, mientras la modernidad se siente triunfante (aborto, eutanasia, ideología de género, orgullo gay, materialismo, fecundación in vitro...). Como se dice en un momento de la obra, existe todavía gente sensata, capaz de ver la realidad: los niños y algunos ancianos que no han sido contagiados por un mundo absurdo y decadente.

 

Desde ellos, desde su transparencia y, sobre todo, desde su cercanía a Dios, el mundo puede vencer a la bestia. Porque también existe (una imagen que salpica diversas páginas del libro) un ciervo blanco que embiste a la bestia, aunque en su cuello quede una profunda herida que vierte lentamente sangre por el espacio (cf. p. 13).