Errores y horrores de la fecundación artificial

Autor: Padre Fernando Pascual, L.C.

Profesor de filosofía y bioética en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum

Fuente: es.catholic.net (con permiso del autor) 

 

 

Hay casos que desvelan situaciones y dramas humanos que van más allá del caso en cuestión. Como el de una mujer que recurrió a la fecundación in vitro, congeló varios embriones, y perdió uno de ellos por un “error” del laboratorio.

¿Cuál es el caso? “The Sunday Times” lo presentó en un artículo publicado el 14 de junio de 2009 con el título “Woman aborts other mother’s last embryo”.

Deborah y Paul querían tener un hijo con ayuda de la fecundación artificial. Acudieron a una clínica de fertilidad. Después de dos fracasos, en 2003 nació un hijo, Jamie.

Habían quedado en la clínica tres embriones congelados, de los cuales solamente uno sobrevivió.

La pareja quiso tener un segundo hijo. Volvieron a la clínica en diciembre de 2007 con la esperanza de “usar” ese embrión.

Se les dijo inicialmente que el embrión había sido dañado en un accidente. Luego se les comunicó la verdad: el embrión había sido transferido, por error, a otra mujer. Cuando esa mujer supo que aquel no era su hijo, lo abortó.

Hasta aquí los hechos dados a luz por la prensa. Se trata de un caso particular, de un “accidente” que ha involucrado a dos mujeres, a sus familias, al equipo de médicos, y a varios embriones.

Detrás del hecho se descubren horrores y males profundos de la fecundación artificial y de cierta mentalidad que trata a los hijos como productos de consumo.

Porque recurrir a la fecundación artificial va contra el respeto a la vida y la dignidad del hijo y del matrimonio. Cada hijo merece iniciar su vida desde el amor entre un hombre y una mujer que, unidos en matrimonio, se abren a la llegada de los posibles hijos y los acogen en el lugar más adecuado: el seno materno.

Porque producir embriones en el laboratorio los expone a situaciones peligrosas, injustas y dañinas, de selecciones arbitrarias, y favorece la mentalidad que los trata más como cosas (bienes de consumo para “usar” según el deseo de sus “propietarios”) que como seres humanos.

Porque congelar embriones es un acto injusto que impide a miles, millones quizá, de hijos llevar adelante la propia vida en el seno materno, y suele provocar graves daños en muchos de esos embriones congelados, que morirán al ser descogelados o por decisión de otros (de los técnicos, de sus mismos padres que ya no los desean).

Porque tratar a los embriones congelados como “material de reserva” aumenta la misma injusticia de la fecundación artificial, al convertirlos en objetos valiosos sólo en tanto en cuanto correspondan a los deseos de sus padres (o simplemente de su madre).

Porque el hecho de que una mujer descubra que ha recibido un “embrión equivocado” (como ocurrió en este caso) no crea ningún derecho a eliminarlo a través del aborto: ese hijo, como cada ser humano, merece respeto, acogida, ayuda, aunque “por error” se encuentre en el seno de quien no es su madre natural.

Porque el aborto de un “embrión equivocado” desvela una mentalidad, muy difundida en el mundo moderno, que ha llevado y sigue llevando a millones de madres a eliminar a sus hijos cuando no son deseados, cuando no tienen las cualidades que les gustaría, cuando llegan en un momento “inoportuno”. Ninguna vida humana debe ser despreciada si no encaja con los planes de los adultos.

Este hecho refleja sólo una parte del drama de la fecundación artificial y de la injusticia del aborto, los graves “errores y horrores” a los que se ha llegado.

Frente a situaciones como ésta, hace falta promover medidas concretas para que los hijos sean respetados en el seno materno, para que el aborto desaparezca del planeta, y para que no se recurra a técnicas de fecundación artificial que van contra la dignidad de los hijos y de sus padres.

La instrucción “Dignitas personae”, publicada por la Congregación para la Doctrina de la fe en diciembre de 2008, tiene un párrafo que ayuda a valorar este tipo de situaciones:

“La Iglesia reconoce la legitimidad del deseo de un hijo, y comprende los sufrimientos de los cónyuges afligidos por el problema de la infertilidad. Sin embargo, ese deseo no puede ser antepuesto a la dignidad que posee cada vida humana hasta el punto de someterla a un dominio absoluto. El deseo de un hijo no puede justificar la ‘producción’ del mismo, así como el deseo de no tener un hijo ya concebido no puede justificar su abandono o destrucción” (Dignitas personae n. 16).