La verdad y la democracia

Autor: Padre Fernando Pascual, L.C.

Profesor de filosofía y bioética en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum

Fuente: es.catholic.net (con permiso del autor)

 

 

Importantes defensores de las ideas liberales están convencidos de que la democracia se basa en la aceptación de la falibilidad humana, lo cual implica en cierto modo admitir el relativismo o el “falibilismo”: reconocer que uno y que los demás pueden estar equivocados, que no poseen la verdad.

 

Alexis de Tocqueville (1805-1859) es un representante clásico de esta idea. Para él, la verdad absoluta nos resulta inaccesible, por lo que la posición que cada uno defiende puede ser verdadera o puede ser falsa. De este modo, ninguno debería pretender ser superior a los demás, lo cual evita el totalitarismo y las luchas continuas. Pero si uno cree que ha llegado a la verdad y que otros están equivocados, inician los conflictos, la intolerancia, las guerras.

 

La idea es sumamente sugestiva y cuenta con importantes defensores. Bajo cierto aspecto, la promovió Karl Popper (1902-1994), uno de los mayores paladines del liberalismo durante el siglo XX. Entre los pensadores todavía en vida, podemos recordar a Dario Antiseri, que no deja de divulgar las ideas liberales y los principios que las sustentan.

 

¿Cómo procede la argumentación de estos autores? Como ya vimos, si uno cree poseer la verdad, considerará que quienes disienten de su punto de vista incurren en error y, por lo mismo, están en una situación de inferioridad. Como la verdad es siempre lo mejor, quien pretende poseerla se orientará naturalmente a actitudes impositivas, al silenciamiento del contradictor, incluso a actos violentos y claramente intolerantes.

 

En cambio, si en la sociedad todos (o al menos una amplia mayoría) reconocen que su punto de vista no es completamente verdadero, que pueden equivocarse (son falibles), que también los demás pueden llegar a ideas aceptables, las personas se colocan en una actitud de respeto y de apertura, por lo que entran a participar en el debate público en igualdad de condiciones, pues nadie se considera superior a los demás.

 

A primera vista, uno puede pensar que la argumentación es interesante: si nadie cree “poseer” la verdad, todos entramos a participar en las elecciones, o en la escuela, o en los diversos grupos sociales, en igualdad de condiciones, con derecho a la palabra. La confrontación nos enriquece mutuamente, aprendemos a escuchar y a hablar, llegamos a descubrir los propios errores o contribuimos a que otros dejen de lado ideas equivocadas.

 

Pero en estas propuestas se esconde una contradicción de fondo, que exige colocarnos en un nivel distinto para argumentar sobre este tema.

 

¿Qué contradicción? Afirmar que la democracia está relacionada intrínsecamente con el “falibilismo” (todos podemos equivocarnos) o el relativismo, es posible sólo si uno está convencido de que el nexo entre democracia y relativismo existe, es “verdadero”. Esa persona, por lo tanto, considera que posee una verdad y que está en el error quien defienda algo distinto (por ejemplo, quien defienda que es posible conjugar democracia y creencia de posesión de la verdad).

 

En otras palabras, proponer una teoría de la democracia que implique que la misma sólo puede subsistir en cuanto unida a una teoría de tipo relativista es asumir una posición “absolutista” que coloca a quien defiende esta teoría en la situación que se quiere evitar: la de despreciar, incluso la de excluir, a los que piensen de manera diferente.

 

Desde luego, los defensores de esta teoría podrán responder con una estrategia más o menos sugestiva. Dirán que su teoría se coloca en un nivel superior, diferente al de las discusiones corrientes que caracterizan el dinamismo democrático. Es decir, afirmarán que decir que democracia y falibilismo (o relativismo) son realidades que no pueden darse separadas sería la única “meta-afirmación” que permite luego la convivencia entre las personas que piensan de maneras diferentes.

 

En realidad, esta estrategia simplemente crea un nuevo nivel de discusiones, pero no resuelve el problema, pues en ese supuesto nivel superior, artificiosamente construido, las nociones de verdad y falsedad reaparecen, con lo que los defensores de estas ideas se sienten autorizados a defender la “verdad” del propio punto de vista y así rechazan las ideas que vayan en contra del mismo.

 

Existe, sin embargo, otro modo de entender la democracia, más allá de las teorías que la relacionan con el relativismo. Consiste en admitir que cada ser humano puede acceder a la verdad en maneras diversas, con perspectivas que dependen de muchos factores. Ciertamente, habrá quien llegue más cerca de la verdad en unos temas, mientras que otros lo conseguirán en otros.

 

Desde esta diversidad de acercamientos, los hombres nos asociamos y vivimos en comunidad, buscando continuamente la ayuda de quienes muestran tener un conocimiento más exacto de los temas que nos interesan.

 

Así, para el tema de la salud buscamos buenos médicos; para construir edificios, es de gran ayuda encontrar un arquitecto competente; en los planes de desarrollo urbanístico resulta imprescindible preparar, con personas expertas, estudios bien elaborados y, dentro de lo posible, precisos (verdaderos).

 

Lo mismo valdría para las leyes y las decisiones de gobierno. La gente, al votar, no opta por un programa electoral o un partido porque “todos” entran en la liza democrática en igualdad de condiciones, puesto que ninguno puede haber llegado a la verdad (al mejor programa), según piensan los relativistas. Más bien los votantes escogen aquellos proyectos que consideran buenos, es decir, válidos, en tanto en cuanto reconocen la superioridad de un programa sobre otro, superioridad que es posible sólo si ese programa político está más cerca de la verdad.

 

Existen, además, principios básicos irrenunciables sin los cuales las democracias corren el riesgo de pervertirse y de atentar contra el objetivo propio de toda organización política: la búsqueda del bien común.

 

Tales principios encuentran una formulación fuerte y clara en los derechos humanos, los cuales no pueden ser vistos como ideas “falibles”, sino que se sostienen con fuerza en tanto en cuanto dicen algo verdadero sobre la dignidad de los seres humanos y sobre los deberes que surgen ante los derechos de quienes viven a nuestro lado.