El mal derrotado y moribundo
Autor: Padre Fernando Pascual, L.C.
Profesor de filosofía y bioética en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum
Fuente: es.catholic.net (con permiso del autor)
Cuando el mal muerde la propia carne, cuando destruye planes que llevamos en el corazón, cuando deja cicatrices que no se cierran.
Cuando el mal aparece con su rostro más salvaje, en los niños sin alimento, en los pobres sin vestido, en los enfermos sin asistencia médica ni consuelos humanos.
Cuando el mal explota en esas guerras largas, a veces olvidadas, que alimentan odios que pasan de padres a hijos, que provocan miles de muertos y de heridos.
Cuando el mal entra en mis propios pensamientos, me arrastra hacia el egoísmo, me hunde en la pereza, me encadena a las pasiones de la carne, me adormece con el conformismo ante la mentalidad del mundo vacío y hedonista.
Cuando el mal me lleva a la desesperanza, a la apatía, a la rendición, a la postura de quien ya no quiere hacer nada...
Cuando el mal parece triunfar, en mí y en otros, y llena las páginas de la prensa, las novelas de los escritores, las pantallas del cine, la imaginación de los pueblos...
Cuando ocurre todo eso, el mal muestra toda su debilidad y su impotencia. Dejará heridas, producirá penas, destrozará corazones, provocará lágrimas. Pero será siempre pasajero, vulnerable, mezquino, débil.
Porque el mal no puede vencer a Dios, porque el bien es la palabra definitiva de la historia, porque el pecador tiene abierta ante sí las puertas del perdón, porque también hoy miles de hombres y mujeres de todas las edades y naciones dejarán de lado su egoísmo, adorarán a Dios y se pondrán a servir a sus hermanos.
La Cruz venció el mal, destruyó la muerte, derrotó al pecado. La Pascua da la clave definitiva de la historia humana. El Sepulcro está vacío, porque Cristo es el Señor del mundo y de la historia.
Con la mirada puesta en Cristo, miles de corazones recobran la esperanza, acogen el perdón, celebran los sacramentos. Aprenden a construir, más allá de las derrotas, espacios de bien en este mundo necesitado de consuelos. Ponen peldaños de alegría y misericordia que nos acercan, poco a poco, al momento del encuentro con el Padre del Amor eterno.