Droga para uso personal: ¿despenalizarla?

Autor: Padre Fernando Pascual, L.C.

Profesor de filosofía y bioética en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum

Fuente: es.catholic.net (con permiso del autor)

 

 

¿Cómo afrontar el hecho de que muchas personas tengan consigo droga para uso personal? El estado, ¿tiene la obligación de castigar a quienes poseen pequeñas cantidades de droga? ¿No debería más bien perseguir sólo a los traficantes y dejar tranquilos a los consumidores particulares, muchos de ellos víctimas de la drogadicción?

La pregunta se repite en diversos contextos y exige una respuesta, pues según la misma los legisladores y los gobiernos, la policía y los jueces, podrán actuar de modo tempestivo y con la eficacia que se espera para el bien de las personas y de toda la sociedad.

Es oportuno evidenciar que la “droga en el bolsillo” no se reduce a la problemática que pueda tener el consumidor (ocasional o habitual, en sus momentos iniciales o ya sumergido en la dependencia), sino que involucra de modo más o menos directo a otras personas: al productor de droga, al traficante, a los que la venden como “mayoristas” o como minoristas, a los familiares del “consumidor”, a las estructuras sanitarias (que atienden a cientos, incluso miles, de adictos), a los educadores y amigos, a los compañeros de trabajo, etc.

Además, el tema “droga” toca muchas dimensiones, físicas, psíquicas, espirituales, familiares, escolares, sociales, culturales, económicas, políticas, etc. Por lo mismo, hablar sobre el consumo personal de drogas en su dimensión legal, dejando de lado los demás contextos, es siempre algo insuficiente y parcial, aunque resulta útil centrarse en el mismo para analizarlo en profundidad. En ocasiones será posible aludir a otras dimensiones del fenómeno, pero por motivos de brevedad concentraremos la atención en la relevancia jurídica que nace del hecho de tener droga para uso personal.

Partimos de una reflexión a la que se recurre al tocar esta temática. Sabemos que no todo lo éticamente incorrecto debería convertirse en algo punible por la ley. Al mismo tiempo, todo lo que sea o pueda llegar a ser peligroso para terceras personas, y en algunos casos también para uno mismo, es no sólo éticamente incorrecto, sino también algo que va contra la justicia y el orden social, por lo que las autoridades tienen la obligación de intervenir para impedir daños y para castigar a quienes promueven o ejecutan actuaciones de ese tipo.

Expliquemos más a fondo esta idea. Existen miles de comportamientos erróneos e inmorales sobre los que el estado no tiene que intervenir. Por ejemplo, si uno es egoísta y en casa escoge siempre la fruta más sabrosa y deja la peor a los demás, si no ayuda en las tareas familiares porque prefiere “navegar” en internet, si no hace los deberes universitarios, si grita al vecino porque tiene un perro que ladra mucho...

Esas y otras muchas situaciones parecidas tienen un peso social reducido, no dañan la justicia de modo relevante. Sería absurdo proponer intervenciones policiales y juicios en los tribunales (de por sí ya saturados, en muchos países, por todo tipo de querellas) para eliminar ese tipo de comportamientos. Nadie irá a un juzgado porque no visitó a un amigo enfermo, aunque éticamente es bueno no dejar solos a quienes necesitan más ayuda. Pedir que el estado intervenga en comportamientos de este estilo llevaría, además, a una inflación del poder público que llegaría a asfixiar casi por completo la legítima libertad de las personas y de los grupos sociales.

Otros comportamientos, en cambio, implican daños sociales de importancia, hieren derechos de otras personas, promueven el desorden, alimentan la delincuencia, socavan los cimientos en los que se construye la sociedad. Ante los mismos el estado tiene la obligación de intervenir con leyes concretas y con acciones “represivas”, en orden a impedir tales comportamientos y a castigar a quienes los ejecuten.

Apliquemos lo anterior a un tema concreto: la posesión de armas de fuego. ¿Es lícito adquirirlas libremente, conservarlas en el propio hogar, o incluso llevarlas consigo en la calle, en el trabajo, en lugares públicos?

En Estados Unidos, con ciertos límites, se ha dado una respuesta más bien afirmativa a algunas de estas preguntas. Los resultados, sin embargo, no son muy halagüeños. En otros lugares, la respuesta ha sido claramente negativa en la mayoría de los casos, para evitar situaciones de peligro. Los estados “prohibicionistas” tienen que combatir, desde luego, la posibilidad de un tráfico ilegal de armas, que se concreta allí donde exista una mayor “demanda” de posesión de tales armas.

Añadimos, porque es algo que algunos olvidan y que aplicaremos al tema de la droga, que el simple hecho de legalizar la posesión de ciertas armas de fuego no elimina el tráfico y la venta ilegales de las mismas. Existen muchos productos legalizados (un caso clásico es el del tabaco) sobre los que existe todo un mundo sumamente rentable de ventas clandestinas.

No faltan quienes argumentan que impedir por ley a la gente llevar su propia pistola por la calle va contra el derecho a la autodefensa o contra el derecho a poseer y usar un bien particular. Pero el legislador de muchos estados considera que llevar armas coloca a las personas en una situación de peligro, e interviene, por lo tanto, con medidas prohibitivas, aunque esta intervención sea vista, por algunos, como “liberticida”. En realidad, lo que se busca es garantizar el bien común y la convivencia pacífica entre las personas.

El criterio de fondo en este tipo de intervenciones legislativas y jurídicas es el siguiente: el estado no puede permitir que los individuos, amparados en presuntos derechos personales, tengan pertenencias o realicen comportamientos (inclusive a través del simple uso de la palabra: es delito en muchos lugares la apología del terrorismo o del racismo) que implican peligros potenciales o daños concretos a la salud, a la vida, a la fama y a otros derechos fundamentales de algunos seres humanos. Por lo mismo, allí donde un comportamiento o un objeto particular signifique un primer paso para el desorden social, para el daño (de relevancia) de otros (a veces, también, de un mismo), es plenamente lícito, incluso es un deber ineludible, intervenir de modo represivo, sea evitando las situaciones de peligro, sea castigando a quienes violan las leyes (en el caso de las armas, a través de la tenencia, producción y comercio de armas ilícitas).

Con la reflexión que acabamos de ofrecer podemos afrontar ahora el tema de la droga, y volvemos a las preguntas iniciales. ¿Es lícito que el estado establezca leyes prohibitivas y penalice el hecho de poseer droga para uso personal? ¿No sería mejor que las leyes permitiesen a las personas particulares llevar consigo “cantidades mínimas” de drogas (estupefacientes, psicotrópicos, etc.) para uso y consumo personal?

Para agilizar el desarrollo de las reflexiones, hablaré de “droga personal” para referirme a cantidades de droga en posesión de una persona que se supone sirven sólo para el propio uso y consumo.

El camino hacia la respuesta supone una reflexión atenta sobre la posible peligrosidad social del consumo de drogas. Ha quedado claro que el estado no interviene (no debería intervenir) en aquellas situaciones éticamente reprobables que no tengan relevancia social. ¿Es tan peligrosa la “droga personal” como para justificar una intervención “represiva” contra la misma?

Es oportuno poner ante nuestros ojos los distintas niveles del problema droga. Uno de ellos sería el nivel fisiológico: analizar los componentes de las diversas drogas y sus efectos en el organismo humano. Otro sería el nivel psicológico: estudiar los efectos de las drogas en el desarrollo o “involución” de la personalidad de quienes las consumen, especialmente cuando provocan dependencia psicológica (que puede o no estar acompañada de dependencia fisiológica). Otro sería el nivel social: evidenciar en qué sentido el consumo de drogas modifica las relaciones con los demás, enrarece las relaciones familiares y de otro tipo, llevando a situaciones de enorme daño para las distintas personas que están más o menos cerca de quien vive esclavo del mundo de la droga.

El nivel social incluye también la actividad económica que permite la adquisición de la “droga personal”, actividad que, en cuanto demanda, despierta en algunas personas interesadas y hábiles el deseo de corresponder a esa demanda con la “oferta” de drogas, obtenidas por caminos, en muchos países, ilegales, con lo que implica de fomento de la criminalidad organizada (narcotraficantes, grupos terroristas financiados a través de la droga, mafias de diverso tipo, etc.). Además, el consumidor de drogas, sobre todo si se encuentra en una fase de dependencia aguda (estado de drogadicción) puede incurrir en delitos más o menos graves para conseguir el dinero que necesita para seguir comprando drogas.

Distinguir los niveles ayuda, ciertamente, a clarificar las reflexiones y a discutir de modo ordenado. Pero en el ser humano esos niveles se dan relacionados: lo que ocurre en la propia sangre o en las neuronas lleva consigo consecuencias psicológicas y comportamentales, que repercuten en la vida social, etc. Al revés, una situación de tensión familiar o de desazón psicológica puede preparar a una persona a introducirse en el mundo de la droga o del abuso de bebidas alcohólicas, provocando así reacciones en cadena que pueden agravar y empeorar la situación.

Fijémonos ahora en el nivel fisiológico. Sabemos que un alimento normal, tomado en cantidades excesivas o según la situación particular en la que se encuentre una persona concreta, puede convertirse en fuente de enfermedades o incluso provocar la muerte. El diabético, por ejemplo, es consciente de que no debe tomar azúcar u otros alimentos. ¿Son las drogas sustancias que pueden ser vistas como alimentos o sustancias “normales” para la gente en general, y sólo peligrosas para algunas personas concretas?

No es fácil responder ante la gran variedad de drogas que existen y las que puedan aparecer en el futuro. Complexivamente podemos dar una respuesta negativa: las drogas provocan importantes alteraciones en el organismo, daños a corto o a largo plazo en el cerebro, estados de alteración más o menos graves en el comportamiento. Conllevan, además, el peligro de inducir a una creciente dependencia o al paso de drogas “menos peligrosas” a drogas más peligrosas. Añadimos aquí que la distinción entre “drogas blandas” y “drogas duras” ha sido puesta en discusión y se prefiere más bien clasificar las drogas según los efectos farmacológicos y psicológicos que cada sustancia produce en el organismo humano.

Por lo que respecta a las alteraciones psicológicas y comportamentales que produce la droga, vemos cómo en muchos casos son asimilables a las que produce el exceso de alcohol. Si reconocemos que el abuso de bebidas alcohólicas ya está ampliamente penalizado en muchos lugares del mundo precisamente por la peligrosidad social que se genera a causa de las borracheras, entonces es fácil concluir que la “droga personal”, en cuanto sustancia peligrosa, exige una intervención penal en vistas a apartar a las personas de su consumo y a evitar los daños sociales que se siguen del mismo.

Desde luego, la penalización del consumo de droga implica automáticamente la prohibición de su venta, de su comercialización y de su producción, siempre que tales actividades estén orientadas a abastecer el mercado de la “droga personal”. No se excluye, lo cual toca decidir a las autoridades después de haber escuchado a los expertos en medicina, el que algunas drogas concretas puedan ser usadas (producidas, comercializadas) como sustancias farmacéuticas y con un estricto control médico y social, para evitar el que lleguen a ser vendidas con otros fines.

Respecto a la posibilidad de que algunas drogas pudieran ser vendidas legalmente en el mercado, la situación mundial nos muestra un claro predominio de la posición prohibicionista: numerosos países del mundo consideran ilegal y persiguen la producción, la importación, la venta de drogas.

Diversas conferencias internacionales han llegado a conclusiones y acuerdos claramente prohibicionistas. Podríamos evocar la que tuvo lugar en Shanghai (1909) contra el opio, sobre la que hablaremos en seguida. Otras conferencias sucesivas han confirmado la misma línea de acción. Podemos recordar las dos más recientes: los acuerdos de la Asamblea general de las Naciones Unidas de 1998, que aspiraban, de un modo idealístico, a conseguir un mundo sin drogas en el siguiente decenio; y los de Viena de marzo de 2009, claramente orientados en clave prohibicionista.

No faltan, sin embargo, propuestas y leyes a nivel de estados concretos o incluso a nivel internacional a favor de la legalización o despenalización de la “droga personal”, incluso manteniendo un marco político general “prohibicionista” respecto de la producción y tráfico de drogas.

Los argumentos que se dan a favor de estas propuestas son diversos. El primero simplemente dice que las leyes prohibicionistas en este ámbito no han solucionado nada, y que cada día son más las personas que usan la droga, sea como consumidores ocasionales, sea como drogadictos, con las consecuencias dramáticas que produce la dependencia en cada persona que incurre en esta situación (para algunos, equivalente a pleno título a una enfermedad).

Este argumento valdría si ofreciese datos concretos. La realidad, sin embargo, es bastante compleja. Hay países en los que ha disminuido el consumo de ciertas drogas, ha aumentado el de otras, etc. En Italia, por ejemplo, el número de muertes por uso de drogas llegó a ser de 1566 en el año 1996, y bajó a 516 en 2002. Si se comparan estas cifras con las cantidades de drogas secuestradas por la policía, que en 1996 retiró del mercado 1270 kilos de heroína, y 2584 kilos en 2002, se comprende que a mayor acción represiva se obtiene una menor cantidad de víctimas de la droga (cf. http://www.iss.it/ofad/docu/cont.php?id=84&lang=1&tipo=8).

Además, la historia demuestra de modo claro que la legalización de la droga ha llevado a efectos desastrosos. Bastaría con evocar la situación que se vivía en China a inicios del siglo XX, a causa de leyes por las cuales el opio podía ser comercializado y vendido con un amplio espacio de libertad en el territorio chino, leyes impuestas, en buena parte, por intervención (incluso militar) de Gran Bretaña y de algunos de sus aliados.

Se llegó, en esa época, a un consumo masivo de la droga en China y a una producción mundial de 40 mil toneladas anuales. Desde la Conferencia de Shanghai (1909) se pusieron en marcha acuerdos y leyes prohibicionistas, que lograron excelentes resultados. Actualmente (un dato de 2007) la producción mundial de opio es “sólo” de 10 mil toneladas anuales (con una población mundial muy superior a la que había hace 100 años). Es decir, el prohibicionismo redujo el consumo y, consiguientemente, redujo grandemente la producción y el tráfico de opio, que ahora se produce en su mayor parte (un 95 %) en Afganistán (un país que vive una grave situación de inestabilidad política y militar).

En otros lugares ha habido legislaciones a favor de no penalizar (o liberalizar) el consumo de algunas drogas en lugares específicos. Un caso famoso es el de Holanda, que permite desde hace décadas la venta de marihuana y hachís en lugares concretos (los “coffeeshops”), pero sin llegar a una legalización abierta de estos productos (el consumo de los mismos en la calle puede ser sancionado con multa), y en donde cada vez hay más voces que piden un cambio de estrategia hacia un prohibicionismo más duro. Otro caso es el de Suecia: se permitió el consumo de ciertas drogas en los años 60 del siglo XX, pero luego se cambió la política y se volvió a penalizar el consumo de drogas, a través de la obligación de participar en programas de rehabilitación para drogadictos.

Otro argumento que se usa para legalizar/despenalizar la “droga personal” se coloca en un planteamiento de tipo práctico o eficientista: las autoridades deberían concentrar su atención en los traficantes de droga y en los productores, y no dispersar energías persiguiendo o castigando a los consumidores, muchos de los cuales son víctimas, seres enfermos, que no pueden prescindir del uso de la droga.

Este planteamiento corre el peligro de no dar su peso a la relación que existe entre oferta y demanda, a la que ya aludimos antes. Si existe una alta demanda de droga, habrá siempre quien se esfuerce por aumentar la oferta y facilitar así a los consumidores aquello que desean. Una vez que se incrementa la costumbre de consumir sustancias tan peligrosas y adictivas como las drogas es inevitable la caída en la dependencia, con toda la serie de males que conlleva, y la demanda se dispara, para beneficio del mundo subterráneo, y muy poderoso, del narcotráfico y de la criminalidad organizada.

Al tocar este tema no falta quien evoca la experiencia prohibicionista (la “ley seca”) contra las bebidas alcohólicas en Estados Unidos en la primera mitad del siglo XX. Luchar contra la demanda a través de la ilegalización de la oferta resultó claramente ineficaz, porque la demanda “alimentó” y fomentó el que la producción y ventas de bebidas alcohólicas pasase de la legalidad a la clandestinidad.

Para responder a esta “objeción”, conviene señalar, ante todo, que una costumbre sumamente arraigada en la vida social no puede eliminarse de modo rápido y efectivo con unas leyes, aunque nazcan de muy buenas intenciones.

Al prohibir la venta de bebidas alcohólicas, no se eliminó de golpe la demanda, apoyada en la costumbre. Para atenderla, el mundo de la delincuencia, que ya existía cuando muchas bebidas alcohólicas eran legales, encontró una ocasión única para incrementar enormemente sus ganancias a través del tráfico ilegal de bebidas alcohólicas. Pero hay que recordar que los delincuentes no “perdieron su trabajo” cuando en Estados Unidos se permitió de nuevo la venta de bebidas alcohólicas. Continuaron en parte el tráfico ilegal de algunas de esas bebidas, y orientaron sus energías criminales a otros sectores (drogas, prostitución, etc.) más “rentables”. Creer que legalizar la droga es quitar fuerza a las mafias que la controlan es una utopía que desconoce la malicia de los criminales.

Hay que añadir otro aspecto que va contra la analogía de quienes comparar la prohibición de las “drogas personales” con la “ley seca”. Algunas bebidas alcohólicas pueden ser consumidas de modo moderado y según una sana disciplina, mientras que la mayoría de las drogas actúan sobre el cuerpo humano y sobre la psicología de un modo mucho más peligroso que lo que pueda hacer un uso adecuado de vino o de cerveza.

Además, el consumo “legal” de bebidas alcohólicas está sujeto en muchos lugares del mundo a restricciones y a medidas penales. Por ejemplo, hay países que prohíben la venta de tales bebidas en determinados locales, a partir de cierta hora de la noche, para los menores de edad, etc. En general, está terminantemente prohibido tomar el volante de un coche o de otro medio de transporte con un determinado nivel de alcohol en la sangre, y se imponen penas severas a los infractores. Si existe multas, e incluso cárcel, a quien conduce un coche en estado de embriaguez, ¿no resultaría paradójico permitir que los conductores pudieran tener a la mano y consumir drogas potencialmente más peligrosas que ciertos niveles de abuso de bebidas alcohólicas?

No nos dejemos engañar: ciertos usos del alcohol (y del tabaco, de un modo semejante en algunos aspectos) están fuertemente “controlados”, incluso penalizados, por numerosas leyes, en cuanto sustancias que pueden provocar daños a otras personas. Es cierto que un consumo moderado de estas sustancias puede no resultar peligroso para los demás, aunque a veces provoque daños en el consumidor. Pero aquí entramos en el punto sobre el que reflexionamos al inicio: el estado no prohíbe todo lo que sea éticamente incorrecto, sino sólo aquellos comportamientos que provocan situaciones de peligro o daños directos a otras personas o de cierta gravedad para uno mismo. El abuso de alcohol es uno de esos comportamientos que puede ser (y que ya es) penalizado por la ley. ¿No vale lo mismo para la “droga personal”?

Por todo lo expuesto, creemos posible dar respuesta a la pregunta inicial: ¿el estado tiene obligación de castigar a quienes poseen pequeñas cantidades de droga? Sí, porque la “droga personal” no sólo provoca graves daños personales, a nivel fisiológico y comportamental, sino que lleva a graves daños sociales, en dos niveles. Un nivel de daños surge desde la misma alteración fisiológica y psíquica: quien consume drogas llega con facilidad a situaciones de semi-inconsciencia o de euforia que afectan, incluso gravemente, a otras personas. Otro nivel nace del simple hecho que consumir droga sólo es posible después de haber comprado droga (una sustancia ilegal); es decir, la compra de drogas alimenta y sostiene el mundo de la delincuencia, una delincuencia sumamente peligrosa, como se está demostrando en la existencia de mafias y de grupos terroristas alimentados con el tráfico de drogas, y que han alcanzado un poder económico tan elevado que puede poner en peligro la vida y la estabilidad de algunos estados del planeta.

Bastaría este segundo nivel (sin dejar de lado el primero) para prohibir la “droga personal”. Porque una persona llega a conseguir un producto ilegal si lo ha comprado (directamente o a través de otros) en el mundo de la delincuencia y la ilegalidad, en el reino del poder del narcotráfico. Este simple motivo, sin desconocer todos los daños personales y sociales que genera la drogadicción, y sin dejar de lado los enormes costos sanitarios que suponen para la administración pública el tener que crear y mantener estructuras para atender a los drogadictos, bastaría para considerar necesario la intervención punitiva contra quienes colaboran con la criminalidad al adquirir “droga personal”.

Por lo mismo, la lucha contra la droga, contra quienes hacen negocio desde la venta de sustancias destinadas a destruir física o psíquicamente a las personas (es decir, desde la venta de auténticos venenos), sin olvidar los enormes perjuicios y las situaciones dramáticas que viven los familiares de los drogadictos, no puede dejar de lado una justa intervención del estado contra la demanda, que incluye penalizar a quienes tienen “droga personal”.

Luchar contra la droga en su punto de partida, la demanda, es necesario añadirlo, no implica limitarse a medidas penales contra los consumidores, muchos de los cuales compran droga desde una situación de enfermedad. El drogadicto ha de ser visto, siempre, como persona, con toda su dignidad, y como enfermo, en el cuerpo y en el alma. Es por ello que la pena que se imponga a quienes tengan “droga personal” ha de adecuarse a las distintas situaciones, y no debe ser nunca motivo para impedir un buen tratamiento sanitario y/o psicológico, sin excluir la dimensión espiritual, que tanto ayuda a muchas personas para salir del túnel de las dependencias.

Por lo mismo, las medidas represivas deben ser una parte importante, útil ciertamente, sobre todo contra los productores y vendedores de droga, pero también contra los consumidores, en la lucha contra esta plaga. Pero deben estar acompañada por campañas de prevención, especialmente respecto de los más jóvenes y vulnerables, y de una justa atención a quien vive como enfermo a causa de su condición de drogadicto. Sobre esto habría mucho que añadir, pero lo dejamos por razón de brevedad.

Hay un punto ulterior que merece ser aclarado: el hecho de que existan países en los que se mezclan de algún modo castigos y tratamientos médicos. Existen leyes, por ejemplo en Italia, que penalizan de diversos modos la posesión de “droga personal”, pero que permiten eludir los castigos penales si el “delincuente” acepta acudir a un centro de rehabilitación para toxicodependientes. Este tipo de medidas arranca de una buena intención pero corre el riesgo de hacer ver el tratamiento como una especie de castigo (o un sucedáneo del mismo). En realidad, conviene distinguir bien los dos niveles de intervención, pues, como ya hemos dicho, el drogadicto merece siempre ser tratado como enfermo, y nunca debe ser privado de los tratamientos que necesita si por delitos graves (robos, etc.) va a la cárcel. Igualmente, ofrecer el tratamiento como “alternativa” al castigo puede hacer ver el mismo tratamiento como castigo, provocando en muchas personas una actitud de rechazo hacia el mismo. Sobre estas últimas reflexiones, son de gran interés las ideas ofrecidas por Vittorino Andreoli, un famoso psiquiatra italiano, en su obra Carissimo amico. Lettera sulla droga (Rizzoli, Milano 2009).

En conclusión, ¿hay que despenalizar la droga para uso personal? No. Lo que sí es urgente es promover una sociedad con valores y principios claros, que permita a jóvenes y adultos vivir sanamente, y que les aparte de las redes de las dependencias (droga, alcohol, prostitución, etc.) que provocan enormes daños individuales y sociales, y que alimentan un mundo de delincuencia que no puede coexistir con un estado sano.

Prohibir la “droga personal” es sólo un aspecto, importante ciertamente, de la lucha contra la droga. Saber integrarlo con otras acciones, según una visión equilibrada sobre lo que significa la vida humana y sobre las virtudes que llevan a un desarrollo integral de la propia personalidad, es uno de los grandes retos que deben asumir todos los que, de cualquier forma, intervienen en la tarea educativa: la familia, la escuela, los grupos parroquiales y religiosos, las asociaciones privadas, la empresa y los sindicatos, las administraciones públicas (municipios, regiones, estados). Lo merecen las nuevas generaciones y los adultos, y lo agradeceremos todos. Sólo así será posible avanzar hacia lo que en 1998, y quizá, por desgracia todavía hoy, parecía una utopía, pero no lo es: conseguir un mundo sin drogas.