No las llamemos “guerras de religión”

Autor: Padre Fernando Pascual, L.C.

Profesor de filosofía y bioética en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum

Fuente: es.catholic.net (con permiso del autor)

 

 

La historia de la humanidad está surcada por odios y guerras entre pueblos, naciones, razas, culturas. También, en diversas ocasiones, las guerras han tenido un cariz religioso: los miembros de una religión contra los miembros de otra.

Existen, además, casos en los que la guerra tiene su origen no en ideas religiosas, sino en otros motivos, pero luego la religión es usada como “aglutinante” para avivar el conflicto.

Un pueblo quiere anexionarse otro, o conquistar un territorio, o eliminar a unos probables enemigos. Entonces, los dirigentes o las masas (o los dos juntos), recurren a la bandera religiosa para reforzar su punto de vista, para justificar la guerra, para animar a los soldados y a la sociedad a mantener un esfuerzo bélico cuyo origen no tenía nada que ver con ideas religiosas.

Para estudiar el porqué de las guerras y de los odios humanos hay que mantener la mirada atenta y la seriedad propia del analista amante de la verdad. Porque no todo lo que aparece en las batallas explica el motivo de una guerra, ni las justificaciones que ofrecen unos u otros reflejan las verdaderas causas de un conflicto.

Esto vale de modo especial para la larga lista de conflictos que han sacudido lo que denominamos con diversos nombres: Tierra Santa, Palestina, Israel. El mismo espacio geográfico alberga a hombres y mujeres de razas diferentes, de religiones distintas, nacidos allá o llegados desde otras partes del planeta.

La convivencia, en las últimas décadas, ha resultado y sigue resultando muy difícil. El choque entre las poblaciones autóctonas (de origen palestino en su gran mayoría) y los nuevos emigrantes (muchos de ellos judíos de raza, o de creencia) explica una serie larga de conflictos que algunos interpretan como si se tratase de una guerra de religión casi interminable.

Pero la religión no es el factor determinante en este conflicto (como tampoco lo es en otros casos, aunque lo parezca). Cuando una familia ve que le expropian la casa, que la expulsan de su tierra, que pierde los propios derechos ante la llegada de emigrantes amparados por un estado poderoso, no se alza ni lucha simplemente para defender la propia religión, sino para sobrevivir, para pedir justicia, para recuperar lo que le pertenece.

Igualmente, cuando las autoridades políticas de un lado o de otro de las “fronteras” que separan a israelitas y palestinos lanzan represalias (con o sin derecho, dejemos esto por ahora de lado) ante quienes les atacan desde el otro lado, no promueven una guerra de religión, sino una guerra basada en el deseo de autodefenderse y de responder a los agresores.

La religión, ciertamente, tiene un influjo enorme en unos y en otros, pero no es el único factor determinante del conflicto, ni es “usada” siempre de modo correcto. Porque no podemos decir que sea fiel a sus ideas religiosas quien las manipula para luego usarlas en contra de lo que le enseñan sus propios líderes espirituales. Sobre todo, no es auténtico interprete de la propia religión (judía, islámica, cristiana o de otro tipo) quien la adultera para justificar delitos o crímenes contra los que son diferentes, los que tienen otras ideas, los que pertenecen a otra raza, a otra clases social, a otra religión.

Toda guerra tiene su origen más profundo en las injusticias humanas. A veces uno de los bandos es, a todas luces, el culpable del conflicto. A veces lo son los dos, en partes más o menos desiguales. A veces la parte inocente usa medios adecuados para su defensa, mientras que en ocasiones, aunque tendría inicialmente razones válidas para responder con la fuerza a agresores injustos, usa medios ilícitos y criminales para doblegar a los enemigos (por ejemplo, cuando se ataca a la población civil desarmada o cuando se asesina a los prisioneros de guerra).

Ninguna auténtica religión, si responde a los principios fundamentales de sus creencias propias, puede justificar nunca la injusticia, la agresión, la muerte de los inocentes. Ninguna religión puede avalar las acciones de quienes, tengan los motivos que tengan, promueven guerras de agresión o buscan defenderse de modo desproporcionado.

No llamemos guerras de religión a las guerras que tienen otro origen. Ni dejemos que ningún gobierno o ningún pueblo usen la religión como medio para ocultar intereses miserables con los que susciten en la gente el odio contra otros seres humanos.

La religión, la verdadera religión, sólo puede ser promotora de paz. Como explicaba Benedicto XVI, “las religiones pueden y deben ser factores de paz. A pesar de todo, pueden ser mal comprendidas y usadas para provocar violencia o muerte. El respeto de la sensibilidad y de la historia propias de cada país o de cada comunidad humana y religiosa, y sobre todo una auténtica voluntad de búsqueda de la paz, favorecerán la reconciliación de los pueblos y la cohabitación pacífica entre todos” (6 de noviembre de 2008).