Rencores que carcomen el alma

Autor: Padre Fernando Pascual, L.C.

Profesor de filosofía y bioética en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum

Fuente: es.catholic.net (con permiso del autor)

 

 

Una palabra hiriente, una promesa incumplida, un golpe bajo, una mentira despiadada... Alguien hirió nuestro corazón, traicionó nuestra confianza, nos clavó una calumnia por la espalda. O cometió un error muy grave, que le dañó a él, a la familia, a los amigos, a los compañeros de trabajo...

En nuestro interior surge muchas veces, en situaciones parecidas, un rencor profundo que carcome el alma. Quizá al inicio guardamos silencio, aguantamos estoicamente. Pero el rencor seguía allí, agazapado, como un león dispuesto a saltar al ataque en cualquier momento.

Cuando llega la ocasión, cuando después de meses o de años se produce un roce, un conflicto, una nueva tensión, sale a flote lo que tenemos dentro. Lanzamos con rabia una flecha venenosa contra esa persona, le recordamos su malicia, sus errores del pasado. La humillamos con la etiqueta de eso que ocurrió hace ya más o menos tiempo y que ahora ponemos de nuevo ante la mesa, como un reproche cargado, muchas veces, de pasión y de rabia.

Guardar dentro del alma un rencor durante tanto tiempo nos daña, nos destruye, nos aparta del camino del bien y del amor sincero.

Todos podemos cometer (y cometemos) errores o pecados más o menos graves. Pero no tiene sentido conservar un fichero de recuerdos de lo malo para usarlo en la primera ocasión como arma de venganza o como ataque para herir al que quizá ya ha expiado las culpas del pasado.

No podemos vivir hundidos en el mundo del odio, de la envidia, de los malos deseos. Porque no nacimos para condenar a nuestro hermano, sino para acogerlo y levantarlo tras su caída. Porque también nosotros somos pecadores y tenemos muchos motivos para pedir y esperar el perdón ajeno. Porque un rencor albergado en la propia conciencia nos empequeñece y nos arruina poco a poco, al apartarnos de los caminos del amor y de la misericordia.

“Sea cual fuere su agravio, no guardes rencor al prójimo, y no hagas nada en un arrebato de violencia” (Sir 10,6-7). San Pedro, siguiendo las enseñanzas del Maestro, pedía a los primeros cristianos: “En conclusión, tened todos unos mismos sentimientos, sed compasivos, amaos como hermanos, sed misericordiosos y humildes. No devolváis mal por mal, ni insulto por insulto; por el contrario, bendecid, pues habéis sido llamados a heredar la bendición” (1P 3,8-9).

Hoy puedo mirar mi alma y ver si no quedan allí, muy dentro, resentimientos que me carcomen y me apartan del amor. Si los descubro, es el momento de tomar un bisturí para extirpar ese cáncer dañino de rencores viejos. Podré entonces entrar en el mundo del Evangelio, donde quien perdona será perdonado, donde aprendemos a comprender y amar como ama nuestro Padre de los cielos.