Hedonismo que hace aguas

Autor: Padre Fernando Pascual, L.C.

Profesor de filosofía y bioética en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum

Fuente: es.catholic.net (con permiso del autor)

 

 

El hedonismo defiende que el placer sería el bien supremo y perfecto para todo ser humano.


En esta perspectiva, se supone que el hombre estaría hecho para el placer y que no habría nada de lo que hagamos que escape a la ley de la búsqueda del placer, según una formulación que encontramos en Jeremy Bentham (1748-1832), y que en cierto modo ya estaba presente en el epicureísmo griego.


Pero si el placer es el máximo bien humano, si es la realización plena de las aspiraciones que podamos tener en la vida, surgen problemas profundos, que no pueden ser solucionados dentro de la perspectiva hedonista.
El primer problema aparece a la hora de establecer si exista o no una diferencia entre placeres. ¿Hay placeres “buenos” y placeres “malos”? ¿Todos los placeres valen lo mismo? ¿Habría que aceptar todos los placeres que puedan ser escogidos por los seres humanos?


Si no distinguimos entre placeres y placeres, cualquier placer sería válido para cualquier persona. Si uno disfruta al rascarse por la sarna, según un ejemplo ofrecido por Platón, a rascarse toca. Si otro prefiere comer y beber cada vez más alimentos y más sabrosos, está plenamente en su derecho. Si un tercero encuentra una satisfacción profunda al hacer sufrir a los animales, o incluso a otros seres humanos...


Nos damos cuenta de que no todo placer es digno del hombre. Vemos fácilmente cómo algunos placeres pueden dañarnos (después de rascarse la piel surgen heridas más o menos dolorosas), y cómo otros placeres son injustos, como cuando uno disfruta al vengarse de una persona que le resulta antipática.


Por lo tanto, el placer necesita ser medido y controlado por algo externo al mismo placer, por criterios éticos justos, por normas que valen para cada ser humano. Esas normas se hacen visibles cuando reconocemos que, además de seres de carne y hueso, somos personas dotadas de inteligencia y de voluntad, capaces de pensar y de decidir según criterios que van más allá del horizonte del placer (del placer inmediato o del placer a mediano o la largo plazo).
El segundo problema nace desde la experiencia personal. Uno espera alcanzar el placer a través de una actividad concreta: ir de excursión, participar en una fiesta, comer un pastel de fruta... Luego, en muchos casos llega la hora del desengaño. Lo que parecía tan atractivo provoca al final un gran dolor de cabeza, o termina con un accidente, o resultó ser una trampa planeada por falsos amigos que querían hacerme pasar un mal rato para así disfrutar ellos de placeres a costa de mis dolores.


En otras palabras, ninguna realidad, incluso ningún ser humano, puede garantizar al ciento por ciento que sólo producirá placeres y que no habría ningún riesgo de posibles dolores colaterales.


Las experiencias humanas están sometido a la contingencia. Nuestro mismo conocimiento es limitado y frágil. La fruta vista como apetitosa resulta ser la causa de una infección estomacal incurable. El viaje a un “paraíso turístico” termina en un accidente de tráfico. La música que tanto deseaba escuchar ha provocado un extraño dolor de cabeza.


La experiencia nos abre los ojos, a veces muy tarde, ante una realidad dura y cruda: todo lo terreno es provisional y pasajero. Todo lo que vemos y gustamos puede dejar de ser, con un pequeño
cambio químico, algo placentero para convertirse en algo sumamente dañino. Incluso nosotros mismos, que tanto presumíamos de sanos y de fuertes, podemos sucumbir, como recordaba Pascal, ante la acción casi insignificante de un poco de humedad en la calle.


El tercer punto que muestra la debilidad de todo hedonismo consiste en prometer la felicidad sólo a quienes gozan de fortuna. Porque tener a la mano lo que uno desea, disfrutar de comidas y de viajes, de paisajes y de música, sólo es posible para quien tiene algo de salud, algo de dinero, y una sociedad que funcione con un mínimo de orden.


La realidad para millones y millones de personas es muy distinta. Porque muchos no tienen salud, por culpa de enfermedades de muy diverso origen. Porque muchísimos viven hundidos en la miseria, sin tener la más remota idea de si mañana tendrán algo para aplacar la inquietud de su estómago. Porque otros muchos viven llenos de miedo por culpa de ladrones callejeros, o en países destrozados por guerras y terrorismo, o bajo la bota de un dictador que promete mil milagros y provoca miles de lágrimas. Y porque entre quienes tienen aparentemente todo lo necesario para ser felices surgen extrañas enfermedades psicológicas y depresiones que los llevan a hundirse en medio de su aparente abundancia y su real carencia de armonía interna.


El hedonismo no puede cerrar los ojos ante estas situaciones humanas, ni puede prometer siglo tras siglo paraísos que nunca llega a poner en práctica. Si el placer fuese la realización completa y perfecta de los hombres, el fracaso sería la única palabra para calificar la existencia de millones de seres humanos. El hedonismo, entonces, hace aguas, y va muy a fondo.


No hemos nacido para gozar de la piel, del paladar, de los oídos y del olfato. Nuestra existencia tiene un valor superior, más profundo y más rico, que nos abre al amor, al servicio, a la búsqueda de la paz y la justicia. Somos temporales y, a la vez, eternos, llamados a trabajar en el cada día, con obligaciones profundas y responsabilidades serias, y a abrirnos a la llegada de un Reino eterno donde el bien triunfa, donde el justo es acogido, y donde cada ser humano alcanza una dicha mucho mayor que la ofrecida por placeres pasajeros: la dicha de poder amar a Dios y a los hermanos.


Esto va mucho más allá y mucho más lejos del hedonismo, pero responde plenamente a lo que significa vivir, pensar y amar como seres humanos. Nacidos para cosas grandes, el placer vale sólo si nos ayuda a llegar a la meta verdadera. Si no ayuda, es el momento de dejarlo de lado. Porque no es fracaso morir en pobreza pero con un corazón grande y bueno, abierto al amor de Dios y al amor hacia quienes viven a mi lado.