Sencillos como las aves del cielo

Autor: Padre Fernando Pascual, L.C.

Profesor de filosofía y bioética en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum

Fuente: es.catholic.net (con permiso del autor)

 

 

El pájaro parece no tener pasado ni futuro. Canta, come, juega, persigue a su pareja, cuida a sus pequeños.

 

A veces tiene que huir ante un niño que trepa el árbol para buscar nidos. Otras veces gira y gira, en el cielo, sin rumbo, sin meta, sin prisas. Juega con el viento en la cara, o se moja las patas en una fuente en un día de calor.

 

¿Serán felices los pájaros? ¿Qué piensa un gorrión que come migas? ¿Disfruta la golondrina que hace equilibrios en un cable? ¿No se marean las gaviotas cuando se elevan sobre las olas del mar? ¿Qué siente el buitre cuando busca carne vieja para la comida de sus crías?

 

Un jilguero canta, un canario juega con su voz. Un loro da los buenos días a su dueño. Un niño da unas migas a un grupo de palomas preocupadas más por llenar su estómago que por dar las gracias a su bienhechor.

 

Cada pájaro tiene su historia. Nace, crece, cuida a sus pequeños. Un día muere, deja un lugar vacío en el mundo de los vivos. Quizá un niño lo entierre, una señora llore por su muerte, unos pajarillos, huérfanos, noten la falta de su padre.

 

El mundo de los pájaros está lleno de misterios. Sentimos envidia por su simplicidad, por sus cantos gozosos, por su saltar al vacío como quien juega con la vida, por su huir, veloces, cuando sienten el paso de un hombre curioso o pensativo.

 

Nosotros, los humanos, no podemos ser pájaros. El peso del cuerpo nos impide cruzar los cielos. Comemos mucho como para contentarnos de una lombriz o de unas migas de bizcocho.

 

En ocasiones, nos complicamos la vida lo suficiente como para no darnos cuenta del milagro de un nacimiento, de la sonrisa de un amigo, de la caricia de alguien que nos quiere. Pero también tenemos un corazón capaz de amores y de heroísmos, aunque en ocasiones sea un poco traidor y lleno de miserias...

 

De vez en cuando deberíamos hacernos sencillos, como las aves del cielo, para aceptar la vida, para cantar el gozo, para dar lo que recibimos, para mirar al cielo y pensar en ese Dios que viste los lirios del campo, inspira el canto de los mirlos y los cuervos, y nos mira, con una sonrisa de Padre bueno, detrás de las nubes, mientras unas águilas vuelan, majestuosas, hacia mundos lejanos