Dos modelos de hacer historia

Autor: Padre Fernando Pascual, L.C.

Profesor de filosofía y bioética en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum

Fuente: es.catholic.net (con permiso del autor)

 

 

Entre los diversos modos de hacer historia existen dos que se contraponen con especial intensidad. El primero es el modelo determinista. El segundo es el modelo “decisionista”.

 

En el modelo determinista los acontecimientos están sometidos a leyes férreas de tipo sociológico, económico, étnico, cultural, psicológico, genético, teológico, etc. Los dirigentes, los políticos, los militares, los empresarios, los obreros, la población en general, son como títeres en manos de fuerzas que dominan sus actos y que condicionan sus decisiones.

 

La historia determinista no deja espacio a la libertad, o la reduce a un simple juego de apariencias. Según esta perspectiva, Hitler fue el resultado “necesario” de los errores de la Paz de Versalles; la Paz de Versalles fue la consecuencia inevitable de una guerra absurda; y la Primera Guerra Mundial surgió en la marcha de un desarrollo ideológico y económico en los países de Europa que determinaron de modo inexorable las decisiones humanas.

 

En el modelo “decisionista”, los acontecimientos dependen de opciones concretas de protagonistas libres, capaces de ir hacia un lado o hacia otro, de escoger un valor o un antivalor, de aceptar consejos o de rechazarlos, de disparar la primera bala o de enfundar el arma incluso a riesgo de morir asesinados.

 

La historia decisionista da un lugar preponderante a lo que libremente escogen los diversos actores a todos los niveles: desde el jefe de un gobierno hasta el carpintero que pone mayor o menor cuidado a la hora de poner un clavo. Según esta perspectiva, Hitler pudo haber sido un excelente funcionario, se pudo haber mejorado la Paz de Versalles con menos soberbia y más sentido común, y quizá la Primer Guerra Mundial nunca habría iniciado (por lo que tampoco se habría llegado a la Paz de Versalles).

 

Una mirada atenta a la vida humana y a la historia en sus riquezas y en sus misterios nos permite reconocer en ambos modelos algo de verdad. Porque no todo está determinado por las fuerzas económicas, ni por los genes, ni por las decisiones de “dioses” (como en la mitología antigua) que controlen a los hombres como si fuesen títeres. Y porque la libertad se mueve dentro de parámetros estrechos que no permiten decidir cualquier cosa, sino sólo aquello que resulta posible dentro del marco de un contexto muy concreto.

 

Existe, como síntesis de los dos modelos, un hecho que permite comprender mecanismos profundos del existir humano: la experiencia de que el pasado es inmodificable y pesa enormemente sobre el presente.

 

El terrorista que decidió asesinar, en la mañana del 28 de junio de 1914, a Francisco Fernando de Austria, heredero del trono del imperio austrohungárico, quizá no sospechaba toda la serie de eventos que seguirían tras este hecho sangriento. Pero una vez que el atentado se produjo, la historia de Europa y del mundo quedaron profundamente marcadas por la “habilidad” de un personaje hasta ese momento casi desconocido.

 

El pasado no puede reescribirse. A veces suscita rabia mirar hacia atrás y ver que bastaba poco, muy poco, para que la historia pudiera haber sido muy distinta. Pero los hechos, fruto de decisiones humanas a la vez libres y condicionadas, avanzan de modo inexorable, dejan huellas profundas en las sociedades y en las vidas de millones de seres humanos.

 

A la hora de interpretar los acontecimientos personales, familiares, sociales, regionales, nacionales o internacionales, podemos individuar esos momentos importantes que han marcado el sucederse de nuevos eventos. ¿Cuál fue el error o el acierto de una opción? ¿Qué movió a los corazones para ir hacia un lado o hacia otro?

 

No siempre es fácil dar con la respuesta, y muchos historiadores, a veces, quedan perplejos al evidenciar los “errores” de un general, de un político o de un banquero, con las consecuencias irremediables que tales errores produjeron.

 

Otras veces los historiadores deben reconocer los extraños resultados que eventos muy pequeños ocasionan en la marcha general de los acontecimientos, hasta el punto de que un niño puede, inocentemente, provocar una victoria militar o hundir en la derrota definitiva al mejor militar de todos los tiempos, como evoca (según el estilo propio de la novela) Victor Hugo al presentar la batalla de Waterloo en “Los miserables”.

 

Cuando la historia está escrita con seriedad, con honradez, después de investigaciones bien orientadas y con amplitud de miras, permite comprender el pasado para aprender y juzgar el presente, y para orientar de la mejor manera posible, dentro de nuestros límites, el futuro.

 

Cada uno, con mayor o menor incisividad, participa en la marcha de la historia. Escribe recto o torcido, plasma páginas de miseria o de grandeza. La libertad, desde parámetros recibidos que no podemos cambiar, se orienta y avanza hacia nuevos horizontes.

 

Según lo que ahora hagamos, será la historia. En ella se dan, también hay que reconocerlo, variables y “sorpresas” que pueden hundir en el fracaso lo que parecía un gran progreso, o que pueden provocar mejoras imprevistas después de una decisión que inicialmente fue juzgada como desastrosa.

 

Para el cristiano, detrás de esos reveses, incluso detrás de graves errores, Dios sabe orientar los hechos de un modo que sorprende y que maravilla. Es entonces cuando la Iglesia puede cantar, en la noche de Pascua, aquellos versos de un autor antiguo: “Necesario fue el pecado de Adán, que ha sido borrado por la muerte de Cristo. ¡Feliz la culpa que mereció tal Redentor!”