Investigación con células madres embrionarias y ética

Autor: Padre Fernando Pascual, L.C.

Profesor de filosofía y bioética en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum

Fuente: es.catholic.net (con permiso del autor)

 

 

Una de las primeras decisiones de la administración de Barack Obama, anunciada el 23 de enero de 2009, consistió en permitir experimentos con células madres embrionarias obtenidas a partir de la destrucción de embriones humanos, en orden a conocer sus posibilidades terapéuticas. 

Se hace necesaria una reflexión ética sobre este horizonte que se abre a la ciencia. 

Las células madres (también llamadas células estaminales o stem cells) tienen una notable capacidad de regeneración y podrían así curar patologías de diversa gravedad. 

Existen diversos tipos de células madres, y pueden obtenerse de varios modos. Nos fijamos ahora en la investigación que trabaja con células madres obtenidas a partir de embriones. Son células muy manejables, menos diferenciadas y, por lo mismo, “interesantes” para el investigador. También, es cierto, pueden ser más problemáticas si se transplantan en adultos, especialmente en lo que se refiere a una posible multiplicación excesiva y descontrolada de las mismas, que conllevaría un elevado riesgo de cáncer. 

En general, la obtención de estas células madres embrionarias implica la destrucción de los embriones que se “usan” con este fin. De aquí que sea necesario preguntarnos: ¿es ético, es justo, destruir un embrión para obtener estas células madres embrionarias? 

Para responder hay que realizar antes otra pregunta: ¿qué es un embrión? Hay varias respuestas posibles. Una, decir que es un ser no-humano y, en cuanto tal, no merece respeto ni protección especial; a lo sumo, merecería el respeto debido a un “objeto” deseado o querido por algunos adultos. 

Esta respuesta llevaría al absurdo de reconocer que cada uno de nosotros hemos nacido de un ser no humano (todos fuimos, hace más o menos tiempo, embriones). A la vez, tendríamos que pensar que nuestro valor, al menos en las fases iniciales, dependía de las decisiones de los otros, lo cual llevaría a distinguir dos tipos de embriones: unos amados y protegidos, otros “despreciados” y condenados a muerte segura para el “bien” de la  investigación científica. 

Otra respuesta sería decir que los embriones son seres humanos pero de categoría inferior a los demás seres humanos, por su pequeñez, por su desorganización aparente (todavía no tienen órganos desarrollados) y por su debilidad. Por lo mismo, podrían ser utilizados y destruidos en la investigación si así lo deciden los adultos que tienen algún “derecho” sobre ellos. 

Esta respuesta es errónea e injusta, porque significa decir que una etapa de la vida del ser humano (también nosotros, adultos, pasamos por ella) merece menos protección que las demás; y porque otorga permiso para que otros puedan destruir a esos seres humanos que inician el camino de la vida. 

Otra respuesta es reconocer que esos embriones (a veces se les llama, de un modo equivocado o engañoso, “preembriones”) son seres humanos a pleno derecho. Por lo tanto, nunca podemos destruirlos ni usarlos como material biológico, ni siquiera para la curación de otros seres humanos, pues merecen todo el respeto debido a cualquier individuo de la especie humana, sin discriminaciones de tipo racial, social, cultural, genético, de edad o de tamaño. 

Esta tercera respuesta acoge los datos de la biología moderna, la cual ha mostrado la gran capacidad de coordinación y la identidad que adquiere un óvulo desde el momento de la fecundación, cuando empieza a actuar con un nuevo patrimonio genético que lo distingue tanto de la madre como del padre que lo originaron. Desde ese patrimonio y esa identidad, el embrión inicia un desarrollo que, si no hay obstáculos externos o errores internos (muchos embriones o fetos mueren por anomalías cromosómicas), llevará al día del nacimiento, al primer año de vida, al quinto, al décimo... hasta que llegue (nos llega a todos) el momento de la muerte. 

Desde luego, podemos negarnos a aceptar la evidencia, pero entonces caemos en el peligro de declarar injustamente a algunos seres como subhumanos o como menos importantes. Cuando se ha hecho tanto en el mundo civilizado y democrático para combatir las discriminaciones, el que se tolere esta discriminación respecto de los embriones nos muestra hasta qué punto es posible retroceder a formas primitivas de prepotencia en las cuales algunos seres humanos se arrogaban el derecho salvaje de eliminar a los que eran declarados “inferiores”. Formas primitivas que no hemos de imaginar sólo en tribus del pasado (algunas más respetuosas de cada ser humano que nosotros), sino que han asumido uniformes brillantes con diversos tipos de emblemas en años no muy lejanos... 

Por lo mismo, hay que evitar el “uso” de embriones en los laboratorios como si fuesen conejillos de indias. La investigación basada en el principio de justicia sabrá orientarse a otras alternativas que sí respeten a cada ser humano. Actualmente, por ejemplo, es posible obtener células madres del cordón umbilical o de la placenta (sin dañar al embrión o feto), o incluso de adultos, células que ofrecen grandes esperanzas para la curación de algunas enfermedades. ¿Por qué aventurarnos a la destrucción de embriones si tenemos otras opciones que pueden ser éticamente aceptables? 

Pero esta opción en favor de otras alternativas no es suficiente. En Estados Unidos, en la Unión Europea y en otros lugares podemos encontrar parlamentarios y políticos que prefieren, justamente, no usar embriones, pues existen otras alternativas que conllevan menos problemas éticos. Pero esos mismos políticos reconocen que, si las células madres obtenidas de adultos no ofreciesen soluciones a algunas enfermedades, habría que dejar abierta la puerta para experimentar con embriones y obtener de ellos células madres embrionarias. Es decir, si fallase la investigación con células madres adultas, desearían abrir la puerta a la injusticia de destruir embriones para obtener células madres embrionarias más maleables... 

La ética nos exige no fijarnos en los resultados que un experimento pueda alcanzar, sino en lo que se hace y en quién es “usado” por el científico. Si condenaríamos sin la menor vacilación el que se obtuviesen hipotéticamente células madres a través del asesinato de un adulto, aunque fuesen células madres capaces de curar a un gran personaje, también hemos de tener la coherencia ética para prohibir la obtención de células madres a partir de la destrucción de embriones, sea cual sea su origen o su situación (inclusive si están congelados y abandonados: ellos también merecen el máximo respeto). 

Hay que seguir buscando alternativas para la investigación sobre células madres. Alternativas que respeten al máximo la dignidad de los científicos y de los políticos que están llamados a defender la vida de todos los seres humanos. Pero si no logramos alcanzar, a través de alternativas éticamente aceptables, los progresos que desearíamos para curar algunas enfermedades, no podemos por ello empezar a mirar con ojos amenazadores a los seres humanos más indefensos, los embriones. 

La verdadera ciencia está llamada a servir al hombre, no a destruir a unos para salvar a otros. Si lo recordamos protegeremos y haremos todo lo posible para que los embriones  humanos sean tratados con su dignidad intrínseca, según la regla de justicia que permite la convivencia y la solidaridad entre los seres humanos que ahora vivimos en el planeta tierra.