Dejarme llamar por Cristo

Autor: Padre Fernando Pascual, L.C.

Profesor de filosofía y bioética en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum

Fuente: es.catholic.net (con permiso del autor)

 

 

Tras el pecado sigue la pena. Pena porque no cortamos la tentación, porque dejamos que entrase la sospecha, porque coqueteamos con el mal, porque le dimos un sí al egoísmo y un no al amor.

Pena porque otra vez le fallamos a Cristo y traicionamos la conciencia. Porque pisoteamos los mandamientos, porque dimos escándalo en la familia; o porque todo quedó oculto ante los hombres, pero no ante Dios ni ante mí mismo.

Esa pena lleva a la angustia mala, a la tristeza diabólica, si nos aparta de Dios y nos deja solos con nuestra miseria. Esa pena, en cambio, puede ayudarme a crecer en el amor, si recuerdo que, más allá del pecado, y más allá de la propia nada, existe un Amor que no se deja vencer por los fallos de sus hijos.

En esos momentos, y entre las lágrimas ante mi pecado, debería escuchar una invitación, una llamada, un ruego que llega desde el mismo corazón de mi Padre Dios.

“Ven, déjate llamar por el Maestro. Él está aquí y te llama (cf. Jn 11,28). Él quiere tomar tu vida y unirla a la suya. Déjate atraer por Él. No mires ya tus heridas, mira las suyas. No mires lo que te separa aún de Él y de los demás; mira la distancia infinita que ha abolido tomando tu carne, subiendo a la Cruz que le prepararon los hombres y dejándose llevar a la muerte para mostrar su amor. En estas heridas, te toma; en estas heridas, te esconde. No rechaces su amor” (Benedicto XVI, meditación ante la Eucaristía, Lourdes, 14 de septiembre de 2008).

Esa invitación ha llegado en el pasado a miles y miles de hombres y mujeres que primero fueron pecadores, pero luego fueron santos. “Eran pecadores y lo sabían, pero aceptaron no mirar sus heridas y mirar sólo las heridas de su Señor, para descubrir en ellas la gloria de la Cruz, para descubrir en ellas la victoria de la Vida sobre la muerte” (Benedicto XVI).

Esa invitación llega ahora a mi vida. Cristo quiere que le mire, que me deje tomar por sus manos taladradas, que le deje abrazarme junto a su corazón herido.

Quiere que hoy mi dolor se una al suyo, que le pida perdón con toda el alma. Quiere que me confiese, y que empiece a vivir en la experiencia más sublime, más profunda, más hermosa, que puedo realizar ya en esta vida: la de vivir por entero en el mundo de la misericordia hecha Pasión en una Cruz bendita...