Christifideles laici cumple 20 años

Autor: Padre Fernando Pascual, L.C.

Profesor de filosofía y bioética en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum

Fuente: es.catholic.net (con permiso del autor)

 

 

El Concilio Vaticano II habló ampliamente sobre los laicos en la constitución dogmática Lumen gentium y en el decreto Apostolicam actuositatem.

Tras las huellas del Concilio, el Sínodo de los obispos de 1987 estuvo dedicado a la vocación y misión de los laicos al cumplirse 20 años de la clausura del Vaticano II. Como fruto maduro del Sínodo, Juan Pablo II publicó la exhortación apostólica Christifideles laici, con fecha 31 de diciembre de 1988.

El XX aniversario de este documento nos permite recordar enseñanzas muy actuales, porque el mundo necesita, hoy más que nunca, la acción de fermento de hombres y mujeres comprometidos en su fe católica.

Christifideles laici está dividida en una introducción y cinco capítulos que giran en torno a las imágenes bíblicas de la viña. Una viña que es propiedad de Dios. Una viña en la que los hombres son invitados a trabajar. Una viña en la que sólo da fruto el sarmiento unido a la vid. A lo largo del documento aparecen muy bien trabadas las enseñanzas del Vaticano II, las proposiciones aprobadas por el Sínodo de 1987, y otras reflexiones y documentos, especialmente de Pablo VI y del mismo Juan Pablo II.

La introducción evidencia la continuidad respecto del Vaticano II, y las novedades históricas que se habían producido en los últimos 20 años. Una atención especial recibe el problema del secularismo, esa tendencia a arrancar del corazón de los hombres el recuerdo de Dios y de lo religioso (n. 4). A la vez, se subraya la importancia de la dignidad de la persona, que por un lado es ampliamente reconocida en muchos ámbitos del mundo moderno, y por otro es pisoteada a través de injusticias como las del aborto, el abandono de niños, la pobreza en muchos lugares del planeta (n. 5).

El capítulo I explica qué es el laico y en qué consiste su dignidad: la que recibe de Dios gracias al bautismo. Desde la acción sacramental, se convierte en hijo en el Hijo, miembro de la Iglesia, Templo del Espíritu Santo.

En este capítulo se recalca una de las funciones claves del laico: la santificación del mundo, desde la índole secular propia de su estado. Con las palabras de los Padres Sinodales, el Papa subrayaba esta idea al decir que “el carácter secular debe ser entendido a la luz del acto creador y redentor de Dios, que ha confiado el mundo a los hombres y a las mujeres, para que participen en la obra de la creación, la liberen del influjo del pecado y se santifiquen en el matrimonio o en el celibato, en la familia, en la profesión y en las diversas actividades sociales” (n. 15, proposición 4 del Sínodo).

El capítulo II profundiza en la inserción del laico en la Iglesia, y ofrece una serie de claves para comprender las diversas asociaciones desde las cuales los bautizados participan en la vida eclesial. Recibe una mención especial la Acción católica, que tanto está llamada a ayudar a los fieles en su condición laical y bajo la guía de los obispos.

El capítulo III aborda el tema del papel de los laicos dentro de la Iglesia misionera. Juan Pablo II indicaba con claridad la urgencia de emprender una “nueva evangelización”. Al mismo tiempo, señalaba los diversos ámbitos de acción de los laicos: la defensa de la dignidad de la persona, de la vida, de la familia; la caridad como esfuerzo por vivir de modo solidario; el compromiso político, superando miedos que impiden a muchos intervenir activamente en la vida pública; el mundo del trabajo y la economía; el vasto campo de la cultura, para superar el divorcio entre la cultura y el Evangelio que ya había sido denunciado por Pablo VI en Evangelii nuntiandi (citada en el n. 44).

El capítulo IV presenta las distintas vocaciones o situaciones en las que se desarrolla la vida del laico, desde la niñez hasta la ancianidad, en la salud y en la enfermedad, y en la rica y complementaria distinción entre hombres y mujeres (a las mujeres se dedican casi por entero las reflexiones de los números 49-52). Los párrafos dedicados a los jóvenes subrayan cómo ellos no pueden ser simples destinatarios de la evangelización, sino protagonistas, llamados a renovar las sociedades a las que pertenecen (n. 46).

El capítulo V exhorta a cultivar la relación entre cada bautizado y Cristo, como el sarmiento se une a la vid. Ello implica promover una “formación integral y permanente de los fieles laicos” (n. 57), que permita conocer y vivir la propia vocación y misión, y que sea no sólo algo pasivo sino activo: el laico bien formado puede ayudar de modo eficaz a la formación de otros laicos.

La exhortación Christifideles laici merece ser recordada, leída, incluso aplicada con nuevas energías, después de 20 años de su publicación. Porque los laicos tienen un papel indispensable en la Iglesia y en el mundo (el fermento que cambia la masa); y porque la gracia de Cristo sigue presente en tantos y tantos corazones, a los que impulsa a dar abundantes frutos en la caridad.

Todos los laicos pueden así descubrir su importante función en el mundo pero, sobre todo, reconocer que el Amor de Dios no excluye a nadie, sino que se abre a cualquier ser humano. Desde Dios, cada uno tiene una misión propia, una tarea que llevar a cabo, un talento que ofrecer a los demás (cf. n. 56).

Esta idea fue recordada por el Papa Benedicto XVI en su viaje a Francia (discurso en Notre-Dame, 12 de septiembre de 2008): “Nadie sobra en la Iglesia, nadie. Todo el mundo puede y debe encontrar su lugar”. Lo cual es posible desde el encuentro personal, único, irrepetible, de cada bautizado con Cristo, un encuentro que nos transforma íntimamente en Él:

“Todos los bautizados están invitados a escuchar de nuevo estas palabras de san Agustín: «¡Alegrémonos y demos gracias; hemos sido hechos no solamente cristianos, sino Cristo (...). Pasmaos y alegraos: hemos sido hechos Cristo!»” (Christifideles laici, n. 17).