¿Hay “huellas físicas” de Dios?

Autor: Padre Fernando Pascual, L.C.

Profesor de filosofía y bioética en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum

Fuente: es.catholic.net (con permiso del autor)

 

 

Hay quien niega la existencia de Dios porque no reconoce ningún rastro, ningún efecto físico que hable de un ser supremo creador y poderoso, de un autor de “milagros” en la marcha de la historia humana. 

En el fondo de esta postura hay dos presupuestos. El primero consiste en pensar que sólo existe aquello que ha dejado alguna huella observable, medible, entre las realidades materiales que están a nuestro alcance. 

El segundo presupuesto lleva a pensar que la causa del mundo material sólo puede ser algo material y no divino. O, mejor, que no es necesario buscar ninguna causa extramundana para explicar el origen del mundo físico en sus distintas etapas y en la riqueza de objetos que lo componen, porque una causa extramundana no es “medible” ni alcanzable a través de los instrumentos de observación de la ciencia empírica. 

Los dos presupuestos van más allá de lo que el método científico puede decir. Es decir, son dos afirmaciones de tipo filosófico que no pueden ser probadas con la metodología propia de los laboratorios. 

¿Por qué unos piensan que sólo existe lo que ha dejado alguna huella medible a través del instrumental científico? Porque no son capaces de descubrir otro orden de realidades que no dejan de tener valor por no ser pesables, ni medibles, ni estudiables según las fórmulas químicas. 

El alma, el amor, la libertad, la ética, la justicia, la honradez, no son objetos conocidos ni estudiados como se estudia el peso del oro, la densidad del agua o las reacciones químicas entre varias sustancias materiales. 

Si miramos con mayor atención a nuestro alrededor, descubrimos una extraña inteligibilidad y armonía que nos hace pensar en un Ser superior capaz de dar origen a la pluralidad de elementos del mundo material y al proceso cósmico. Ese Ser superior refleja una extraordinaria capacidad creadora y organizativa, además de un espíritu de simpatía, ingenio y “buen gusto”, que podemos entrever al escuchar el canto de un jilguero, al observar el vuelo de un colibrí, o al estudiar la compleja organización social de una colmena. 

Si miramos al mundo humano, la riqueza de la libertad, la variedad de las culturas, la belleza del altruismo, la nobleza de quienes trabajan por los pobres, son realidades que superan en mucho las leyes de la física y que vuelven a levantar los ojos del intelecto hacia la existencia de un Ser superior capaz de originar la maravilla y complejidad que encontramos en los hombres y mujeres de nuestro planeta. 

Ciertamente, un ser libre puede dejar e imprimir efectos concretos, medibles, en el mundo que estudia la ciencia empírica. La silla que construye un carpintero competente será observada por los amantes de los pesos y las medidas, tiene una consistencia física. Pero ningún laboratorio será capaz de formular un juicio sobre la honestidad y grandeza de ingenio de ese carpintero, sobre la bondad de sus intenciones o sobre los intereses más o menos turbios que le hayan movido a fabricar la silla, quizá a través del uso y destrucción de árboles robados en un bosque precioso. 

La existencia de la silla, es verdad, depende de los materiales usados. Pero también de la acción de un ser libre y responsable. Lo primero es conocido por la ciencia experimental. Lo segundo (la acción del carpintero) tiene efectos físicos pero va más allá de lo empírico y nos habla de la grandeza (o de la miseria, algo tampoco medible por la ciencia) de los seres humanos. 

El mismo universo nos dice, nos grita, algo de Aquel Ser que le dio origen, que lo organizó, que lo pensó apto para la vida en sus mil formas maravillosas, que lo configuró como un espacio en el que el ser humano pueda desarrollar sus inmensas potencialidades interiores. 

El mundo, en ese sentido, es mucho más que una prueba física de la existencia de un Dios inteligente y bueno. No podríamos pensar, no podríamos respirar, no podríamos ver, sin la existencia de la Causa que ha dado inicio a la existencia, que sostiene y rige, con leyes maravillosas y complejas, un conjunto dinámico de fuerzas y equilibrios. 

En este mundo, además, existen los milagros. Entre los miles de hechos que los laboratorios no pueden explicar, hay señales y gestos que rompen la armonía y la fijeza de leyes inflexibles y que nos muestran la existencia de ese Dios que interviene, discreta pero realmente, en nuestra historia. 

Entre los muchos milagros, el mayor, el más sorprendente, es la llegada del Hijo, es la existencia de Cristo entre los hombres. Su Resurrección ha cambiado la historia humana, ha entrado en la vida de millones de hombres y mujeres de culturas y de épocas muy distintas. 

La Resurrección, ciertamente, no “encaja” en los parámetros de la estrecha mentalidad empirista que piensa que sólo existe lo que pesa y pasa, lo que entra en los tubos de ensayo del laboratorio. Pero no por ello deja de ser un milagro profundo que no puede dejar indiferente a quien llega, desde una mente abierta y un corazón disponible, a aceptar ese hecho cósmico. 

El Sepulcro vacío y las apariciones de Cristo fueron también hechos físicos, concretos, constatados por personas de carne y hueso. Pero su significado y su transcendencia va más allá de lo que ocurrió hace casi 2000 años. Llega hasta nosotros, y permite, en millones de creyentes, el ingreso en un mundo maravilloso de certezas que ha cambiado y seguirá cambiando profundamente la misma historia humana.