Soberbia y humildad

Autor: Padre Fernando Pascual, L.C.

Profesor de filosofía y bioética en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum

Fuente: www.forumlibertas.com (con permiso del autor)

 

 

El camino hacia el pecado y la muerte es el camino de la soberbia. El camino hacia la gracia y la vida es el camino de la humildad.

El pecado surge de la soberbia, de ese deseo de afirmación egoísta, de esa prepotencia, que lleva al hombre a sentirse superior, a buscar los primeros puestos, a despreciar a los débiles, a pisotear a los pobres, a marginar a los enfermos y ancianos.

La soberbia construye, según una fórmula usada por san Agustín, la ciudad del mal, simbolizada con el nombre de “Babilonia”. Allí reina el odio, la envidia, la mentira, la maldad. Allí la justicia es pisoteada, el deseo de poseer y de gozar dirigen los pasos de los “ciudadanos” que se autodeclaran libres y que viven en una profunda esclavitud bajo sus pasiones más egoístas.

Si el pecado propio del demonio es la soberbia y la envidia, la virtud propia del cristiano es la humildad y la grandeza de alma, porque la humildad es el mejor antídoto contra la soberbia.

La humildad nos hace reconocernos creaturas, necesitadas de Dios, amadas por Dios, destinadas a aceptar una vida hecha servicio, docilidad, entrega, donación, perdón y mansedumbre.

Cristo mismo escogió el camino de la humildad. Nació de una Virgen humilde y obediente. Vivió sencillamente, en un poblado pobre de Galilea. Acogió en todo la Voluntad de su Padre y supo obedecer por amor y para amar.

El cristiano está llamado a revestirse de Cristo, a hacer suya esa humildad que tanto agrada a Dios. San Pablo, por eso, pedía: “Revestíos, pues, como elegidos de Dios, santos y amados, de entrañas de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre, paciencia, soportándoos unos a otros y perdonándoos mutuamente, si alguno tiene queja contra otro. Como el Señor os perdonó, perdonaos también vosotros” (Col 3,12-13).

La humildad construye, recordamos de nuevo a san Agustín, la ciudad de Dios, la Jerusalén celestial. Allí reina el espíritu de servicio, la mansedumbre, la obediencia, el perdón, la acogida, la entrega. Cada uno piensa más en los intereses de los demás que en los suyos. Las riquezas no son el centro del deseo, sino la condivisión y la beneficencia. El anciano, el pobre, el enfermo, el marginado, reciben el cariño de los ciudadanos del cielo, se sienten amados, respetados, servidos.

El mundo necesita un baño de humildad. Así podremos acoger la bendición de Dios, su Amor infinito, su sueño por reencontrar al hombre e invitarlo al banquete de los cielos. Así podremos vivir como Cristo, manso y humilde, servidor de sus hermanos por amor, dócil Cordero dado en sacrificio para salvarnos del pecado y acogernos eternamente junto a su Padre amado.