Mártires de la guerra civil española

Autor: Padre Fernando Pascual, L.C.

Profesor de filosofía y bioética en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum

Fuente: es.catholic.net (con permiso del autor)

 

 

La guerra civil española fue un drama que afectó la vida de millones de seres humanos, y que no deja de suscitar recuerdos y debates sobre el significado de aquel momento trágico de la historia de España.

No es posible evocar en pocas líneas ni la bondad de muchos corazones grandes, ni la perfidia de quienes se dejaron llevar por el odio y la sed de venganza. Hubo heroísmo y bajeza en ambos bandos, entre quienes se declaraban defensores de la República o de la revolución (comunista, anarquista o de otro tipo), y entre quienes se consideraban defensores de la Patria, de la tradición, del orden, incluso de la Iglesia.

El número de víctimas fue muy elevado. Queremos ahora fijar la atención en los miles y miles de cristianos que fueron asesinados simplemente por ser lo que eran: seguidores de Cristo, miembros de la Iglesia.

¿Por qué surgió tanto odio hacia personas desarmadas, que tenían el “delito” de ser católicos? ¿De dónde venía el deseo de acabar con la Iglesia? ¿Qué incitaba a tantas personas, asociadas de modo estable o unidas ocasionalmente, a destruir la vida de sacerdotes desarmados, algunos de ellos jóvenes, otros ya ancianos, que no habían cometido otra “fechoría” que la de ser sacerdotes? En otras palabras, ¿por qué hubo tanto rabia contra quienes comprometieron sus vidas para servir al Evangelio, a Cristo y a la Iglesia?

La respuesta no es fácil. Porque el odio contra la Iglesia católica y contra los sacerdotes venía de muy lejos. Se había inculcado en España desde el siglo XIX, y había contado con una curiosa alianza de ideas provenientes de dos grupos aparentemente muy distintos entre sí: el grupo masónico-burgués, y el grupo marxista-anarquista-proletario.

Como ejemplos de esa campaña, podemos recordar la abundante cantidad de libros y publicaciones populares que se divulgaron en el primer tercio del siglo XX y que estaban llenas de alusiones sumamente despectivas contra la Iglesia.

Pongamos algunos ejemplos:

-La portada de una publicación socialista en 1902 era un obrero con una escoba que barría a la “vieja España”: un militar, un juez, un capitalista y un sacerdote.

-En un discurso pronunciado en la Liga laica (Madrid, 2 de noviembre de 1930) se invitaba no sólo a defenderse del catolicismo, sino a combatirlo.

-En 1936 se podían contar en España 146 diarios antirreligiosos. Se publicaban libros con títulos claramente ofensivos. Por ejemplo, “Jesucristo, mala persona”; “Las santas garras de la Iglesia”, etc.

La labor de propaganda fue profunda y afectó a miles de personas. No es de extrañar, por tanto, que cualquier ocasión pudiera convertirse en un pretexto para quemar iglesias, insultar a los sacerdotes o religiosos, y llegase a desembocar en formas más graves de violencia. Ocurrió en 1909, en la “Semana Trágica de Barcelona”, donde fueron incendiados unos 70 edificios religiosos. Ocurrió en 1931, en los primeros meses de la República, especialmente en las grandes ciudades. Ocurrió en la revolución de Asturias (1934), donde fueron asesinados varios sacerdotes.

El clímax de odio y de matanzas llegó con la guerra civil y la revolución en la zona republicana. Las cifras hablan por sí mismas: fueron asesinados 12 obispos, más de 4000 sacerdotes, 2365 religiosos, 283 religiosas, y un número difícil de calcular de laicos católicos.

A pesar de los datos y de la existencia de abundantes documentos que prueban la incitación continua y sistemática de odio hacia lo católico, sigue vigente un mito difícil de extirpar, también entre algunos católicos. Según este mito, el odio hacia la Iglesia habría surgido porque las masas populares veían a los obispos y al clero como aliados de la monarquía, de la nobleza y de la burguesía, es decir, como si fueran los promotores de la perpetuación de un sistema social injusto.

Afirmar lo anterior supondría, como ha observado algún estudioso, que en algunos existiera un extraño deseo de “regenerar” a la Iglesia para apartarla de sus delitos y para “convertirla” a un ideal superior de justicia y de revolución social donde sería posible encontrar la verdadera realización del ser humano.

Esta suposición, sin embargo, ha mostrado su falsedad tras el derrumbe de las dictaduras más terribles del siglo XX, el nacismo y el marxismo. Aquellas utopías llenas de odio y de violencia no construyeron un mundo mejor. Si la Iglesia hubiera cedido a las mismas, como esperaban quienes pedían a los sacerdotes, a través de amenazas, que dejasen a Cristo para seguir sus sueños revolucionarios, hoy la Iglesia sería señalada como una sociedad fracasada y aliada de las peores dictaduras jamás conocidas en la historia humana.

En segundo lugar, hay que hacer siempre patente la injusticia de cualquier acto que, nacido desde el odio hacia el “distinto”, lleva al asesinato de seres humanos inocentes y desarmados, sin juicio, sin defensa, a veces incluso sin ninguna acusación de delitos señalados como tales por la ley.

¿Qué tipo de legitimidad puede tener un estado, una sociedad, que asesina a personas simplemente por pertenecer a una religión, por trabajar como sacerdotes? ¿No se podría hablar de una situación absurda de “genocidio”, en el que miles de católicos fueron asesinados solamente porque pertenecían a un “grupo” despreciado en masa y sin posibilidades de defenderse ante los tribunales?

Es cierto que resulta posible reconocer que algún sacerdote o religioso ha vivido de modo indigno, incluso que ha cometido abusos o delitos punibles por la justicia. En esos casos, un estado de derecho aplica las leyes y castiga al culpable por sus actos. Pero nunca puede considerarse justa una sociedad, un estado o un grupo revolucionario, si permite el asesinato en masa de seres humanos simplemente porque son “sacerdotes” o porque son “católicos”.

Si vamos más a fondo, podríamos reconocer que el drama de los mártires del siglo XX en España (y en tantos otros lugares de la Tierra) es parte de una historia más compleja y más lejana, que tiene su raíz en el odio que Satanás tiene contra Cristo y contra su Iglesia. Ese odio ha provocado la muerte de miles de hombres y mujeres, a través de tormentos y abusos indescriptibles, simplemente porque eran seguidores de Cristo.

Sabemos, sin embargo, que en la dimensión de la fe y del amor, esas muertes no fueron derrotas, sino victorias. Cada mártir, con su entereza, con su adhesión a Dios, dice al mundo que existen verdades que no pueden quedar destruidas por el miedo, el crimen o la persecución absurda de los dictadores de turno (sean de “derechas” o de “izquierdas”).

La sangre de los miles de mártires españoles no ha sido estéril. Ellos, como tantos millones de mártires de todos los pueblos y de todos los siglos, gozan ahora de la compañía de una multitud inmensa de santos. Con sus vidas y con sus muertes, nos testimonian la existencia de un mundo superior y de un Dios bueno.

Con la ayuda de ese Dios, es posible también hoy, como lo atestiguan los mártires del pasado, vivir el amor a la verdad hasta el heroísmo, hasta derramar la última gota de la propia sangre con un grito lleno de fe y de esperanza: ¡Viva Cristo Rey!

(Algunos de los datos numéricos han sido tomados de la siguiente obra: Ángel David Martín Rubio, La Cruz, el perdón y la gloria. La persecución religiosa en España durante la II República y la Guerra Civil, Ciudadela, Madrid 2007).