La puerta estrecha, el corazón grande

Autor: Padre Fernando Pascual, L.C.

Profesor de filosofía y bioética en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum

Fuente: es.catholic.net (con permiso del autor)

 

 

El cristianismo nunca ha sido y nunca será fácil. Cristo fue claro con sus discípulos: “Luchad por entrar por la puerta estrecha, porque, os digo, muchos pretenderán entrar y no podrán” (Lc 13,24).

 

Seguir a Cristo implica aceptar su mensaje, creer en su Persona, vivir su doctrina, renunciar a uno mismo, tomar la cruz cada día y seguirle. “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Mc 8,34).

 

Cuesta vivir así, no resulta nada fácil. Más en algunos lugares, donde la televisión, los amigos, nuestra propia manera de pensar, nos ha llenado de posesiones y apegos, nos ha hecho esclavos del placer, nos “obliga” a pensar continuamente en nuevas maneras para satisfacer los propios gustos y caprichos.

 

La palabra “abnegación” ha quedado arrinconada en muchos corazones y en muchas familias. Se ha hecho casi imposible hablar de “renuncia”, de “esfuerzo”, de “sacrificio”, sin ser tachados de anticuados, de negativos, de hombres del pasado, de enemigos de la vida.

 

Pero allí sigue el mensaje de Cristo: no podemos entrar en su Reino, no podemos alcanzar la vida verdadera, no podemos ser discípulos suyos, sin iniciar el camino de la conversión, de la renuncia, de las bienaventuranzas.

 

Seguir a Cristo ha sido, es, y será siempre algo arduo. Puede llevar, incluso, a situaciones en las que el creyente sufrirá persecución, calumnias, incluso el martirio.

 

Los primeros cristianos eran muy conscientes de ello. San Agustín (354-430) explicaba con claridad a los catecúmenos que no podían limitarse a decir “Señor, Señor...” y luego vivir según la mentalidad del mundo.

 

Pero el mismo Agustín exhortaba a esos catecúmenos a tener ante sus ojos la esperanza en la vida eterna, en el premio que Dios promete a sus elegidos. Entre sus escritos podemos leer lo siguiente:

 

“Y si, después de haber sufrido insultos y tribulaciones en nombre de Cristo, no te has alejado de la fe ni te has desviado del buen camino, está seguro de que recibirás un premio más grande, mientras que los que hubieren cedido en estas cosas a la instigación diabólica, perderán incluso lo poco que esperaban. Sé humilde delante de Dios para que no permita seas tentado más allá de tus fuerzas” (“La catequesis de los principiantes”, 25,49).

 

Pablo VI también explicaba ese carácter recio y fuerte de nuestra fe cristiana, mientras pedía que no nos acomodásemos al espíritu del mundo:

 

“No es la conformidad al espíritu del mundo, ni la inmunidad a la disciplina de una razonable ascética, ni la indiferencia hacia las libres costumbres de nuestro tiempo, ni la emancipación de la autoridad de prudentes y legítimos superiores, ni la apatía respecto a las formas contradictorias del pensamiento moderno las que pueden dar vigor a la Iglesia, las que pueden hacerla idónea para recibir el influjo de los dones del Espíritu Santo, pueden darle la autenticidad en el seguir a Cristo nuestro Señor, pueden conferirle el ansia de la caridad hacia los hermanos y la capacidad de comunicar su mensaje de salvación, sino su actitud de vivir según la gracia divina, su fidelidad al Evangelio del Señor, su cohesión jerárquica y comunitaria. El cristiano no es flojo y cobarde, sino fuerte y fiel” (encíclica “Ecclesiam suam” n. 20).

 

La fuerza para vivir el Evangelio viene de una certeza, de una convicción, de una experiencia: Cristo “me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Ga 2,20).

 

En esa experiencia encontramos la belleza de nuestra fe y el arrojo para el combate contra las fuerzas del mal. No somos negadores de la vida, sino amantes de la verdadera vida: la que empieza aquí, con la experiencia de la fe, la esperanza y la caridad, y la que culmina en el cielo.

 

“Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! El mundo no nos conoce porque no le conoció a Él. Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es. Todo el que tiene esta esperanza en Él se purifica a sí mismo, como Él es puro” (1Jn 3,1-3).

 

“Corro por el camino de tus mandamientos, pues tú mi corazón dilatas” (Sal 119,32). La puerta que nos lleva a Dios es estrecha, pero el corazón que sigue el Evangelio sabe vivir según lo grande y lo hermoso, según verdades que iluminan la conciencia y nos llevan, con certeza, al encuentro con el Padre de las misericordias.