El origen de la vidaAutor: Padre Fernando Pascual, L.C.
Fuente: catholic.net (con permiso del autor)
El hombre es curioso por naturaleza. Queremos saber, no sólo cuando somos niños, sino también cuando las canas van cubriendo nuestras cabezas. Uno de los temas que más nos apasiona es descubrir el origen de la vida.
¿Por qué surgió la vida? Las teorías son muchas. Para algunos, todo se debe a la casualidad. Se juntaron unas estructuras con otras, un rayo de sol calentó la mezcla y... “¡milagro!” Perdón, “¡casualidad!” Apareció una cadena compleja, que, con el pasar de los meses, años, milenios, y otros rayos y “casualidades”, permitió la aparición de los primeros organismos precelulares. Y un día la tierra se estremeció de emoción, cuando la primera célula empezó a navegar en un mar de energía y de fuerzas cósmicas...
Otros creen que detrás del origen de la vida hay un diseño, un plan, un proyecto. Desde luego, si se habla de un proyecto, alguno tuvo que haber establecido el plan de fabricación. ¿A quién se le pudo ocurrir poner vida en la tierra? Y, si alguien de fuera inició está aventura que nos sorprende todos los días, ¿por qué lo hizo?
Muchos ya estarán pensando que ese ser proyectista es Dios, y que organizó el mundo por amor. Algunos quizá digan que la vida inició en la tierra gracias a algún extraterrestre, es decir, gracias a algún ser sumamente inteligente que se puso a jugar con los elementos de la tierra, puso la vida en marcha y nos dejó aquí, con todo el “jaleo” montado (al menos en sus inicios...). Pero entonces, con esta hipótesis, lo único que hacemos es posponer la pregunta: ¿quién “hizo” al extraterrestre? Otra vez se asoma el nombre de Dios como respuesta.
Otros renuncian a buscar, es decir, dejan la curiosidad para mejores momentos. De este modo prescinden de una parte importante de sí mismos, ese deseo de saber que inquieta a cada uno cuando las estrellas aparecen sobre nuestras cabezas o cuando una abeja llena las cestillas de sus patas con un buen cargamento de polen... La verdad es que no tiene mucho sentido nacer, llorar, comer, jugar, pisar las flores y perseguir palomas si no comprendemos exactamente qué es eso de la vida y por qué vivimos y morimos en un planeta que gira sin cansarse y en el que cabemos millones y millones de animales y plantas, hombres y bacterias, tiburones y cangrejos...
Otros quizá todavía no han empezado a ponerse la pregunta. Desde que nacieron todo era claro. Había que comer deprisa, estudiar rápido, jugar, jugar y jugar, y luego... ¿Luego? Buscar un trabajo, casarse, tener hijos, jubilarse, tener nietos, y... ¿y después qué?
Mientras la vida corre frenéticamente y nos lleva, nos arrastra, casi sin quererlo, a nuestro lado miles y millones de vidas también hacen la carrera con nosotros. Virus y amebas, serpientes y coyotes, niños con el estómago vacío y niños que necesitan hacer dieta de adelgazamiento. Miles de realidades pasean ante nuestros ojos, casi con tal velocidad que apenas sí podemos enterarnos de lo que está ocurriendo. Cuando creíamos haber comprendido una parte del misterio de la vida, llegará quizá el momento de la muerte y nos tocará volar allá donde los ángeles no tienen relojes y donde los hombres ya no saben lo que es odio.
Nos llena de asombro el poder vivir unos días, meses o años en este planeta de tantas sorpresas y misterios. Es más curioso que algunos vivan convencidos de que lo saben ya todo, cuando ni siquiera podemos comprender bien por qué ruge, de vez en cuando, nuestro estómago.
Así, mientras el mundo corre hacia la globalización, mientras la ciencia crece en sus descubrimientos, y mientras los políticos deciden cómo incrementar las fuentes de energía, una niña de 14 meses contempla un pétalo de geranio en el suelo y nos mira con los ojos sonrientes. Nos dice, con sus ojos limpios, que acaba de descubrir la cosa más hermosa del planeta.
La vida es un misterio. Cuando se corran los telones tras la muerte, entenderemos un poco lo que pasó. Quizá sólo entonces despertemos. Y el abrazo de un Dios bueno será el premio de los que aquí descubrieron las huellas dactilares de sus manos en cada uno de los vivientes y, de un modo muy especial, en cada hombre y mujer que ahora vive, llora, ama y sufre a nuestro lado...