“Mulieris dignitatem” cumple 20 años

Autor: Padre Fernando Pascual, L.C.

Profesor de filosofía y bioética en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum

Fuente: es.catholic.net (con permiso del autor)

 

 

Cada ser humano existe con una vocación especial a darse, a servir, a amar.

 

Esto vale para todos, para el hombre y para la mujer. Pero en cierto sentido la mujer “gana” al hombre, y mucho, en esta vocación. Hasta tal punto que los hombres necesitamos aprender de las mujeres el camino del amor.

 

Esa en una de las ideas que encontramos en la carta apostólica “Mulieris dignitatem” (La dignidad de la mujer), publicada por Juan Pablo II con fecha 15 de agosto de 1988. Sin querer reducir a pocas palabras un documento denso y muy profundo, vale la pena recordarlo cuando cumple 20 años.

 

Juan Pablo II preparó esta carta en el contexto del Año Mariano (1987-1988), con un deseo muy concreto: ahondar en el tema de la dignidad y de la vocación de la mujer. Lo hizo a través del recurso continuo a pasajes de la Biblia y a textos del Concilio Vaticano II, especialmente de la Constitución pastoral “Gaudium et spes”.

 

“Mulieris dignitatem” está dividida en 9 capítulos o partes. El capítulo I introduce el documento y lo coloca en el contexto del Año mariano y del Sínodo de los obispos de 1987, dedicado a los laicos.

 

El capítulo II dirige su mirada a la Virgen María y prepara uno de los temas centrales de toda la carta: la importancia del servicio y de la donación como algo esencial para la vida de cada ser humano.

 

La idea vuelve en el capítulo III, que explica en qué sentido el hombre es “imagen y semejanza de Dios”, no sólo en cuanto ser racional, sino en cuanto existe en esa complementariedad que lo hace ser “hombre” y “mujer”. Como explica el Papa, el hombre, creado como hombre y mujer, no existe sólo como alguien que se “junta” o se “une” a quien es su complemento, sino que recibe la llamada a existir “el uno para el otro” precisamente en cuanto hombre y mujer (cf. n. 7).

 

La idea es explicada desde la mirada hacia el misterio de Dios y con la ayuda de “Gaudium et spes” n. 24: “El ser persona significa tender a su realización (el texto conciliar habla de ‘encontrar su propia plenitud’), cosa que no puede llevar a cabo si no es ‘en la entrega sincera de sí mismo a los demás’” (n. 7).

 

El tema mariano reaparece en el capítulo IV, que evoca el paralelismo entre Eva y María para comprender, por un lado, el drama del pecado, que tanto daña las relaciones entre el hombre y la mujer; y, por otro, la promesa de la llegada de un Salvador, que nacerá precisamente a través de una Mujer.

 

El Salvador, Jesucristo, es presentado en el capítulo V. Este capítulo expone y explica de un modo sumamente bello distintos pasajes evangélicos en los que podemos contemplar cómo el Señor trataba a las mujeres.

 

El capítulo VI expone la relación y diferencia que existe entre la maternidad y la virginidad, para ilustrar nuevamente la vocación al darse que es propio de cualquier estado de vida de la mujer y del varón.

 

La maternidad, explicaba Juan Pablo II, “ya desde el comienzo mismo, implica una apertura especial hacia la nueva persona; y éste es precisamente el ‘papel’ de la mujer. En dicha apertura, esto es, en el concebir y dar a luz al hijo, la mujer ‘se realiza en plenitud a través del don sincero de sí’” (n. 18).

 

A través del don de sí, que involucra plenamente a la mujer en la experiencia de la maternidad, también el hombre aprende a ser padre. Maternidad y paternidad es algo que afecta a dos personas, pero que lleva a la mujer a “pagar” (así lo explicaba el Papa) “directamente por este común engendrar, que absorbe literalmente las energías de su cuerpo y de su alma”. El varón debe recordar  “que en este ser padres en común, él contrae una deuda especial con la mujer. Ningún programa de ‘igualdad de derechos’ del hombre y de la mujer es válido si no se tiene en cuenta esto de un modo totalmente esencial” (n. 18).

 

Además, el varón debe aprender y reconocer su propia paternidad a través de la mujer, y participar en todo el proceso con plena responsabilidad, aceptando que la contribución materna es decisiva para la configuración de la nueva personalidad humana, sobre todo durante el embarazo y en los primeros meses tras el nacimiento (cf. n. 18).

 

Por su parte, el ideal evangélico de la virginidad también se explica desde el dinamismo del don: la mujer que es llamada a vivir de modo célibe responde a una llamada del Esposo, Cristo, y vive en una total donación de sí misma que le permite darse por entero al amor de su alma y abrirse a una forma de maternidad espiritual. Desde tal maternidad en el espíritu la mujer consagrada a Dios puede vivir de numerosas maneras su vocación a la entrega, al servicio, al amor.

 

Juan Pablo II explicitaba esta idea con las siguientes palabras: “La maternidad espiritual reviste formas múltiples. En la vida de las mujeres consagradas que, por ejemplo, viven según el carisma y las reglas de los diferentes Institutos de carácter apostólico, dicha maternidad se podrá expresar como solicitud por los hombres, especialmente por los más necesitados: los enfermos, los minusválidos, los abandonados, los huérfanos, los ancianos, los niños, los jóvenes, los encarcelados y, en general, los marginados. Una mujer consagrada encuentra de esta manera al Esposo, diferente y único en todos y en cada uno, según sus mismas palabras: ‘Cuanto hicisteis a uno de éstos... a mí me lo hicisteis’ (Mt 25,40)” (n. 21).

 

La idea de la maternidad como donación reviste un carácter central en el capítulo VII, donde el Papa exponía cómo la Iglesia es esposa de Cristo, y cómo entender de modo correcto el misterio de la Eucaristía y la explicación que hace san Pablo de la relación entre el hombre y la mujer en el matrimonio, en el capítulo 5 de la carta a los Efesios.

 

El capítulo VIII vuelve sobre el tema de la caridad y establece una de las conclusiones centrales de la carta: la mujer, con su orientación constitutiva al amor y a la entrega, tiene la misión de ayudar a los seres humanos a vivir su propia identidad precisamente bajo la categoría del don. “La mujer no puede encontrarse a sí misma si no es dando amor a los demás” (n. 30).

 

La mujer, como el varón, necesita recordar que ha recibido una misión especial, que tiene una “tarea encomendada”: la de atender y darse al hombre. “La fuerza moral de la mujer, su fuerza espiritual, se une a la conciencia de que Dios le confía de un modo especial el hombre, es decir, el ser humano. Naturalmente, cada hombre es confiado por Dios a todos y cada uno. Sin embargo, esta entrega se refiere especialmente a la mujer -sobre todo en razón de su femineidad- y ello decide principalmente su vocación” (n. 30).

 

El capítulo conclusivo recuerda el sentido de toda la carta papal: reconocer la misión que Dios ha dado a la mujer, de forma que sea posible descubrir el sentido de su femineidad y abrirse al “don sincero de sí misma”, lo cual le permite “encontrarse” a sí misma (cf. n. 31).

 

Vale la pena releer esta carta apostólica. Desde el corazón de Juan Pablo II, abierto sinceramente a Cristo y a los hombres, aprenderemos a valorar a la mujer y a realizar un camino, desde ella y con ella, para cumplir plenamente nuestra vocación humana al amor. Lo cual es lo mismo que aprender a donar, de modo completo y generoso, nuestra humanidad al servicio de quienes viven a nuestro lado y participan de la misma “imagen y semejanza” de Dios.