Mucho más que un pedazo de ti mismo

Autor: Padre Fernando Pascual, L.C.

Fuente: es.catholic.net (con permiso del autor)

 

 

Las nuevas técnicas de reproducción humana y los estudios científicos de algunos laboratorios buscan continuamente la ayuda de “donantes”. Es fácil encontrar anuncios o mensajes en los que se piden a jóvenes, especialmente universitarios, que donen óvulos o espermatozoides. En muchos laboratorios los que han pasado la barrera de los 40 años están excluidos de esta invitación a ser donantes; seguramente alguno protestará por esta discriminación, pero pocos le harán caso...

Nos damos cuenta de que dar óvulos o espermatozoides es algo distinto que dar un cabello. Una mujer sabe que cada óvulo encierra un misterio muy especial: una vez fecundado, da lugar a una nueva vida humana. Esa nueva vida se relaciona con la donadora, lo quiera o no, pues quien nace, desde el punto de vista biológico, es su hijo o su hija, aunque seguramente nadie se lo diga. 

Hemos de recordar, además, que algunas veces los embriones que se originan artificialmente gracias a los óvulos de donantes no nacerán: serán usados en algún laboratorio que quiera hacer experimentos, lo cual no es sino una forma más o menos oculta de homicidio (de un ser humano muy pequeño, pero merecedor de respeto). No puede dejarnos tranquilo el ver que ese embrión, ese hijo, haya sido destruido, sacrificado, sin que su madre biológica, la donadora, se entere, sin que experimente la menor inquietud por lo que haya ocurrido a ese pequeño ser que empezó a vivir gracias a un óvulo de ella misma... 

Podemos decir lo mismo sobre el donante de esperma. El hombre puede dar millones de espermatozoides. Con ellos se pueden fecundar uno, cinco, diez o quizá más óvulos. Cada uno de esos óvulos fecundados se convierte en un hijo anónimo. El padre biológico sigue su vida, sin pensar en la suerte de esos seres diminutos que, tal vez, nacerán al cabo de varios meses o años, o vivirán congelados en una clínica de reproducción asistida, o simplemente serán usados, otra vez, para experimentos más o menos “útiles” para el progreso de la medicina, si es que podemos llamar “progreso” al trabajo del investigador que se dedica a destruir embriones humanos... 

Uno de los principios éticos más revolucionarios de la historia de la humanidad nos dice que ningún ser humano puede ser usado como cosa, como objeto. Ni tú ni yo podemos ser manipulados por un científico para que haga con nosotros cosas que ni sabemos ni queremos. Otra cosa distinta, desde luego, es que nos ofrezcamos para que hagan sobre nosotros un experimento no peligroso, y que pueda ayudar al progreso de la medicina. Gracias a nuestro pequeño sacrificio tal vez pronto otros hombres o mujeres podrán ser curados de sus enfermedades y dolencias. Pero no podemos dar un permiso parecido para que cojan a un hijo nuestro y lo conviertan en un almacén de células o de órganos usados y tirados como se rompe una muñeca en mil pedazos. 

Cuando un joven o una joven dan al laboratorio sus espermatozoides o sus óvulos hipotecan en las manos de los científicos algo muy suyo para que puedan producir hijos e hijas y hacer con ellos lo que tengan planeado otras personas. A veces los donantes preguntan sobre el fin del experimento, e incluso piden garantías para que no se “fabriquen” más hijos de los que ellos permiten, o para que no se destruyan, etc. Otras veces los laboratorios exigen a los donadores que se desentiendan del “material” entregado para que el experimentador tenga total libertad de acción. 

Recordemos de nuevo el principio: ningún ser humano debería ser nunca usado como cosa. No podemos dejar que se pisotee la dignidad de nadie. Nuestros jóvenes donadores necesitan darse cuenta de la gravedad de lo que se les pide, aunque a veces se les pague una buena cantidad de dinero. Dar un poco de lo más íntimo de uno mismo, las propias células reproductoras, no es cosa sin importancia. Darlo sin saber lo que va a ocurrir, tampoco. Darlo a un laboratorio que tal vez querrá construir hijos simplemente para jugar con ellos como quien juega con ratones de experimentación nos debería hacer recapacitar antes de ser tan “generosos”. Más cuando hoy en día existen personas que defienden con pasión a los animales mientras la sociedad hace muy poco a favor de nuestros hermanos más pequeños, los embriones. ¿No será hora de impedir esta injusticia? 

Una de las señales de la juventud es, según dicen, la rebelión ante los males de la humanidad. Por desgracia, no todos los jóvenes se rebelan, y no faltan algunos que se rinden o se venden al mundo de los abusos y las cobardías. En este milenio que inicia los jóvenes deberían tener el coraje de no dejarse vender, de no dejar que se usen sus células reproductoras en las clínicas de reproducción artificial. 

A nadie se le puede imponer ser padre sin su permiso. Ningún donante de esperma o de óvulos puede permitir que “construyan” hijos suyos sin sentirse usado como un objeto, sin sentirse burlado en su paternidad o su maternidad al serle negado el permiso de conocer a sus nuevos y misteriosos hijos. Un país justo sabrá evitar estos abusos y promover, de verdad, el máximo respeto a todos los seres humanos: desde los que tienen una sola célula y empiezan la aventura de la vida hasta los que viven encogidos bajo el peso de los años o de la enfermedad.