Orar por los hermanos en la fe

Autor: Padre Fernando Pascual, L.C.

Fuente: es.catholic.net (con permiso del autor)

 

 

La Iglesia, desde el corazón de cada católico, ora continuamente por los hermanos en la fe.

Puede, entonces, surgir una pregunta: ¿no sería mejor rezar simplemente por todos los hombres? ¿No caemos en un espíritu sectario al pedir en primer lugar por “nosotros”, y dejar en un segundo plano a los que no pertenecen a la misma fe?

Leemos en la Carta a los Gálatas: “Así que, mientras tengamos oportunidad, hagamos el bien a todos, pero especialmente a nuestros hermanos en la fe” (Ga 6,10). ¿Por qué “especialmente” a los hermanos en la fe? ¿No es esto discriminatorio?

El texto de san Pablo que acabamos de citar ofrece una primera pista de respuesta: no se trata de hacer el bien “sólo” a los hermanos. Hay que ayudar a todos y, luego, “especialmente” a los hermanos.

La discriminación existe cuando uno excluye de modo injusto y arbitrario a otros. El católico, si es de verdad católico, está llamado a hacer el bien a todos, a buscar caminos para acoger, ayudar e invitar a todos, porque es Dios mismo el que ofrece su Amor sin discriminaciones a cada uno de los seres humanos.

Entonces, ¿cómo entender la oración y la ayuda que hacemos por los hermanos? Tenemos una segunda pista para responder: si Dios ama a todos los hombres y desea que todos los hombres se salven (1Tim 2,4), ese mismo amor está ya vivo, actúa, en quienes han sido tocados por Su Amor, en quienes pertenecen ya (por pura gracia, por bondad de Dios) a la Iglesia.

Si los creyentes se mantienen fieles al Amor, si son constantes en la oración, si no dejan que el mundo los aparte de Cristo, si no se desvirtúan, actuarán como levadura fecunda: serán testigos auténticos del Señor. Su vida, su presencia, su fe, su esperanza, su amor, son una bendición para los no creyentes, son un signo de la presencia de Dios en el mundo.

Cada bautizado es sal y luz (cf. Mt 5,13-14). En cuanto luz, sigue en pie la palabra del Señor: “Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” (Mt 5,16).

Es sal y luz... Pero la sal puede perder su sabor, la luz puede apagarse si falta el aceite. Por eso necesitamos recurrir continuamente a la oración, invocar a Dios para que nos tome de la mano, nos aparte de las insidias del demonio, nos purifique de nuestros egoísmos y concupiscencias, nos separe de las vanidades de un mundo que vive de espaldas a Dios.

Apoyar con nuestra oración y nuestro amor a un hermano en la fe que vive en nuestro barrio o en un país lejano, es desearle lo mejor: que siga unido a Cristo, que conserve el don recibido, que lo avive.

Sólo así él, como yo, como todos, podremos acoger la acción de Dios en el mundo. Entonces, a través de cada católico auténtico y enamorado, muchos otros que hoy no conocen a Cristo, podrán descubrirlo, podrán ser alcanzados por su Amor. Que es, en definitiva, el mayor regalo que cualquier ser humano espera desde lo más profundo de su corazón inquieto y necesitado de perdón y de esperanza.