¿Existen pecados “laicos”?

Autor: Padre Fernando Pascual, L.C.

Fuente: es.catholic.net (con permiso del autor)

 

 

¿Qué queda del pecado si olvidamos a Dios, si renunciamos a pensar en un Ser Supremo y Providente?

Para la visión cristiana, hay pecado si admitimos que el hombre existe desde un acto creador de Dios. Hay pecado si reconocemos que el hombre es libre de amar o de odiar. Hay pecado si resulta posible la opción de vivir lejos de Dios y de espaldas a un orden profundo de valores, recogido en los mandamientos, que nos orientan hacia el bien. Hay pecado si cada una de nuestras acciones tiene valor para ese Dios del que venimos y hacia el que vamos.

En una fórmula breve, el Compendio del Catecismo de la Iglesia católica (n. 392) define el pecado a partir de un texto de san Agustín:

“El pecado es «una palabra, un acto o un deseo contrarios a la Ley eterna» (San Agustín). Es una ofensa a Dios, a quien desobedecemos en vez de responder a su amor. Hiere la naturaleza del hombre y atenta contra la solidaridad humana. Cristo, en su Pasión, revela plenamente la gravedad del pecado y lo vence con su misericordia”.

Existen, sin embargo, dos grandes filosofías que prescinden de Dios a la hora de pensar en la vida humana. La primera, la más radical, es el ateísmo, que niega la existencia de Dios. La segunda, el teísmo y fórmulas afines, afirma que Dios (o los dioses) existe, pero no se relaciona con el mundo de los hombres. En otras palabras, el teísmo piensa que Dios estaría aislado y feliz en “su cielo”, mientras que la realidad humana dependería únicamente de nuestras decisiones completamente autónomas.

En estas dos posiciones (ateísmo, teísmo), la idea de “ofender a Dios” no puede ser comprendida. Porque no existiría ninguna Ley dispuesta por Dios para regular la vida de los hombres, y porque todo lo humano queda “en casa”, tendría sólo aquel valor que nosotros le otorgáramos.

¿Queda, entonces, espacio para hablar del pecado en el ateísmo y el teísmo? La realidad nos dice que muchos ateos denuncian las injusticias del mundo, condenan los atentados terroristas, consideran la violencia como un mal, defienden el respeto de los derechos humanos fundamentales.

Robar, calumniar, herir, matar, son actos perversos, merecen ser condenados. ¿Son también pecados para un ateo? En sentido técnico, no. Sólo hay pecado allí donde un ser humano ofende a Dios y a los demás. Pero en un sentido “amplio”, algunos creen que sí sería posible hablar de pecados “laicos”, de pecados entendidos en una perspectiva no creyente.

¿Cómo entender el pecado “laico”? ¿En dónde residiría la malicia de un acto que condenamos como malo? El esfuerzo por dejar a Dios de lado lleva a buscar un conjunto de explicaciones del pecado que, a la luz de un análisis más profundo, resultan insuficiente. Intentemos mostrar por qué.

Un camino para fundamentar y explicar el pecado laico consiste en decir que es pecado aquello que ofende a otra persona, que le hiere en sus derechos. Tal definición, sin embargo, sirve más para explicar lo que es un delito que lo que es un pecado. Es decir, vale sólo para aquellos actos (y son muchos) en los que dañamos a otras personas en sus derechos.

Sabemos, sin embargo, que la idea de “derecho” está en relación con lo legal, pero no se identifica con ello. No todos los derechos están protegidos por la ley, ni toda ley es automáticamente justa. En otras palabras, existe un orden superior que juzga la bondad de las leyes y que explica la existencia de derechos “eternos” y “universales” (que valen siempre y para todos).

Otros pensadores suponen la existencia de una estructura mental común a los hombres en cuanto hombres, con la cual todos serían capaces de distinguir entre el bien y el mal. Tal teoría, que encuentra un defensor ilustre en Immanuel Kant (1724-1804), debería explicar dónde y cómo estamos seguros de que exista una estructura común, cuando en realidad tocamos cada día las enormes diferencias que separan a unos de otros al hablar de “lo bueno” y “lo malo”.

El evolucionismo y el sociologismo, por su parte, han puesto en evidencia la existencia entre los hombres de diferencias profundas en lo fisiológico, en lo psicológico y en lo cultural, hasta el punto que algunos autores han negado que exista algo parecido a una “naturaleza humana” común a todos. Jean Paul Sartre (1905-1980) sería quizá un ejemplo claro de negación de cualquier idea de algo estable y fijo en el hombre, “condenado” a ser libre y a hacerse cada día.

Subrayar lo psicológico, como se ha hecho en los últimos 200 años, ha dado origen a nuevas teorías sobre el “pecado” sin Dios. Sería pecado, por ejemplo, la apreciación subjetiva de un ser humano que condena moralmente algunos actos suyos o de otros. Tal apreciación podría surgir por complejos de la infancia, por prejuicios impuestos en la familia o en la escuela, por reacciones sentimentales de origen hormonal, etc.

El relativismo extremo, que considera que la idea de pecado es un residuo de las religiones y de mentalidades primitivas, no es más que la culminación de un camino intelectual que ha dejado a Dios fuera de la vida de los hombres. Si no existe un Ser supremo interesado en nuestra vida y en nuestras acciones, el hombre se convierte en la medida de todas las cosas (según la famosa frase de Protágoras) y la moral depende de las opciones individuales o de grupo. “Lo bueno” y “lo malo” varían tanto que, en el fondo, habría que empezar a pensar “más allá del bien y del mal”...

Las teorías elaboradas o por elaborar son numerosas. Resulta claro, con el pasar del tiempo, cómo unos autores contradicen a otros, cómo la idea de pecado “laico” varía de autor a autor, y cómo al final ni el ateísmo ni el teísmo son capaces de elaborar un modo de ver el pecado fundado sobre una base estable y verdadera.

La razón, sin embargo, exige que lo bueno sea siempre bueno, y que lo malo sea siempre malo. En otras palabras, existe una orientación de nuestra comprensión humana que no nos permite verlo todo como relativo, sino que nos lleva a reconocer que hay verdades, hay mentiras, hay actos buenos y hay actos malos.

La idea de un acto malo, de un pecado, encuentra su justificación sólo si existen principios y valores fundamentales, que nos permiten identificar aquello que corresponde a la orientación del hombre hacia el bien, y aquello que nos aparta del bien hasta el punto de generar el mal.

Esos principios y valores son alcanzables, hemos de reconocerlo, también por hombres y mujeres que no creen en Dios. Pero no pueden ser justificados ni explicados suficientemente fuera de un horizonte en el que Dios sea no sólo una especie de “garantía” exterior para que el sistema funcione, sino la causa profunda de un modo de ser humano (una naturaleza espiritual) que existe desde Dios y que avanza día a día al encuentro con el máximo Amable, con Aquel que colmará nuestra apertura infinita al Amor: Dios.

Es en este horizonte donde la idea de pecado adquiere su sentido genuino y su consistencia más profunda. Si venimos de Dios, si tenemos una inteligencia y una voluntad, si somos libres, si estamos orientados al amor, será pecado todo aquello que nos aparte de nuestra meta y nos encierre en gustos particulares, en caprichos miserables, en egoísmos insolidarios, en perezas o en soberbias más o menos profundas. Será pecado precisamente porque nos aleja de Dios, y porque así también nos lleva a romper con el amor que nos debería unir a quienes participan de la misma naturaleza humana.

Entonces, ¿existen pecados laicos? Pueden existir ideas subjetivas, emociones personales, acuerdos sociales, sobre lo que sea “bueno” o “malo”. Pero tales apreciaciones variarán de persona a persona, de pueblo a pueblo, de época a época. No serán plenamente “pecados”.

Sólo entendemos verdaderamente lo que es el pecado si reconocemos al Dios que origina la historia y que la dirige (sin violentar la libertad) hacia su destino pleno. Un Dios que nos invita, en cada momento, a optar entre dos caminos antitéticos: uno que arranca del egoísmo y lleva a la miseria y al mal; otro que arranca del amor y conduce hacia la entrega y el servicio, hacia la plenitud de la vocación humana, que consiste en dar la vida por los demás.