Fundamentalismo y tolerancia (9-5-2005)

Autor: Padre Fernando Pascual, L.C.

Fuente: catholic.net (con permiso del autor)

 

 

Normalmente pensamos que “fundamentalismo” y “tolerancia” son palabras que se excluyen mutuamente. En realidad, la cosa no es tan clara, como intentaremos mostrar en estas reflexiones.

En general, “fundamentalismo” es sinónimo de una posición fuerte, en la que se considera como verdadero el propio punto de vista, y falso cualquier otro punto de vista que se oponga al propio. El fundamentalista ve a los demás según una división neta y clara: los que están en la verdad (obviamente, quienes piensan como él), y los que están en el error (los que piensan algo distinto).

El fundamentalista no admite discusiones sobre sus certezas, o si discute lo hace con mucha energía. Nadie puede llevarle la contraria, ni él mismo quiere poner en discusión lo que ya da por verdadero.

Con estas características, es fácil asociar la palabra “fundamentalista” con la palabra “integrista”. Además, pensamos que el fundamentalista puede llegar a ser “extremista” y, desde luego, “intolerante”.

Lo contrario de fundamentalismo, según algunos, sería relativismo, que a veces (no siempre de modo correcto) sería algo afín a la “tolerancia”. En efecto, el “relativista” no cree que su punto de vista es verdadero, ni cree que los demás se equivocan. Aunque a veces descubrimos que el relativista piensa que él tiene razón y que el fundamentalista está equivocado, y entonces las cosas empiezan a complicarse, como veremos un poco más adelante.

Veamos ahora la palabra “tolerancia”. Normalmente es usada para designar una actitud mental de apertura de mente, de respeto a las otras posiciones, de espíritu capaz de acoger críticas u objeciones, de predisposición que permite convivir con quienes tienen ideas distintas de las propias.

El tolerante suele ser presentado, en pocas palabras, como una persona abierta, acogedora, comprensiva, dialogante. Es decir, lo contrario del fundamentalista, pues sólo el tolerante tendría esas disposiciones mentales que permiten el diálogo precisamente por no estar adherido de modo fundamentalista (“fanático”) a sus ideas (que son vistas, normalmente, como algo provisional).

Después de estas definiciones, para muchos resultará natural pensar que el fundamentalista sería “el malo” en la vida social, mientras que el tolerante sería “el bueno”.

Surge espontánea una pregunta: ¿podemos poner en discusión las definiciones e ideas presentadas hasta ahora? ¿Podemos pensarlas de una manera distinta? Decir que “no” sería caer en una forma extraña de fundamentalismo. Quizá inconsciente, pero no por ello menos real. El que cree “firmemente” que el fundamentalismo es malo y la tolerancia es buena no puede no descalificar y considerar como equivocado (como “malo”) al que piense lo contrario. Entonces, muy a su pesar, está cayendo en una forma (más o menos inconsciente) de “fundamentalismo”...

Decir que “sí” significa abrirnos a un modo distinto de presentar la alternativa. Vamos, pues, a seguir este nuevo camino para ver hacia dónde nos conduce.

Volvamos sobre las definiciones anteriores. Si por fundamentalismo se entiende tener convicciones presuntamente inamovibles, en el corazón de cada ser humano hay un poco de fundamentalismo.

Cada uno, por ejemplo, tiene convicciones que no pone en duda nunca, y que no desea que nadie cuestione. Pensemos incluso en un “tolerante”. Para él, es siempre injusto imponer con violencia unas ideas a quien no las acepta. Siempre, sin excepciones. Este tolerante tiene una convicción fuerte, y no faltarán ocasiones en que poner en duda su certeza pueda llevar a un choque no sólo de palabras.

Entonces, si todos tenemos algo de fundamentalistas, resulta posible distinguir entre un fundamentalismo bueno y otro malo, con una serie de posiciones intermedias. El fundamentalismo bueno sería, por ejemplo, la postura de quien defiende firmemente (sin dudas) que usar la violencia para imponer una ideología política, unas convicciones religiosas, o incluso una “verdad científica”, es algo malo. Siempre. Sin excepciones.

Habrá, por desgracia, quien piense de un modo distinto, y aquí tenemos que reconocer que el fundamentalismo (bueno) se encuentra ante una disyuntiva muy grave. ¿Qué hacer con quienes piensan, desde un fundamentalismo malo, que la violencia puede ser usada para imponer las propias ideas sobre otros? La respuesta no es nada fácil, y la historia humana no ha llegado a una solución satisfactoria, precisamente porque ha habido, hay y habrá siempre una gran división de opiniones, incluso sobre la licitud o no de usar métodos fuertes para disuadir a los defensores de la violencia (que son muchos más de los que imaginamos: basta con ver el número de robos y agresiones que se producen cada año en todo el mundo...).

Creemos, sin embargo, que existe una posible respuesta: la sociedad necesita asumir, como criterio fundamental de convivencia, el respeto a las distintas ideas y convicciones siempre que las mismas no impliquen un uso de violencia sobre los que piensan de modo distinto. Sólo será lícito usar la fuerza (no ser “tolerantes”, no aguantar estoicamente) con quienes buscan, por la fuerza, imponerse sobre los demás.

Alguno dirá que no hemos salido de un círculo vicioso, pues la conclusión es que los que creemos que no hay que imponer con la violencia ideas a otros tenemos el derecho de usar formas de “violencia” (cárcel, policías) contra los que piensan que la violencia es un instrumento para imponer las propias ideas sobre los demás...

Pero queremos notar un matiz que separa las dos posiciones. En la primera (la sociedad puede defenderse de los que buscan imponer sus ideas a otros) no queremos imponer ideas a nadie, sino sólo regular la vida social. En la segunda (es correcto imponer con la fuerza las propias ideas a otros), en cambio, se falta contra un principio fundamental de tolerancia, según el cual cada uno debe tener la libertad necesaria para adherirse a sus propias convicciones, siempre que no dañe la libertad de otros.

Después de estas reflexiones, quizá (espero) algo puede parecer claro: fundamentalismo y tolerancia no son términos tan antagónicos como algunos dicen con mucha convicción (¿fundamentalista?).
Quizá incluso pueda ser conveniente buscar, en la sociedad, aquellos “fundamentalismos” que defiendan siempre, sin excepciones, la vida de los demás seres humanos (desde su concepción hasta su muerte natural), y que promuevan aquellas formas de convivencia más respetuosas de la dignidad de todos. También de aquellos que, sinceramente, piensan y crean en algo distinto de nosotros, menos cuando sus convicciones no respeten la vida o la libertad de otros seres humanos dignos (simplemente por ser hombres) de respeto.