Nadie nos puede obligar a amar

Autor: Padre Fernando Pascual, L.C.

Fuente: Fuente: es.catholic.net (con permiso del autor)

 

 

El amor nace desde la libertad. Por eso nadie, ni el tirano más poderoso, ni el psicólogo mejor preparado, nos puede obligar a amar.

El poder no subyuga al amor. El poder permite, ciertamente, escoger entre más opciones. Pero no puede determinar lo que cada uno decida libremente, pues las opciones arrancan desde el amor.

Un banquero que tiene en sus cuentas millones de dólares sabe que puede influir, para bien o para mal, en la fortuna o desgracia de miles de trabajadores. Si tiene sentido de justicia, si sabe amar, invertirá el dinero de un modo correcto y solidario.

Una familia que acaba de ganar un premio de la lotería puede escoger entre irse de vacaciones a Hawai o a Europa, cuando antes apenas si podían salir de paseo algún fin de semana. Pero también puede quedarse en casa, y dar algo (o mucho) de ese dinero a algunos amigos más pobres.

Hay actos, es verdad, que se realizan o se omiten porque hay un miedo o una amenaza por delante. El descubrir a un policía junto a una calle prohibida nos detiene, aunque tengamos muchas ganas de pasar por allí.

Pero nadie nos puede obligar a amar a otra persona: ni el esposo a la esposa ni la esposa al esposo; ni los padres a los hijos ni los hijos (por más que lloren) a los padres.

El amor ni se compra ni se vende. No depende del “poder” que uno tenga, ni de los millones, ni de las pistolas, ni de la belleza. El amor arranca de lo más profundo del hombre. Por eso ningún ser humano puede obligar a nadie a amar, a querer, a darse a otros.

El amor no nace por mandato gubernativo. Pero sin amor, ¡qué difícil es gobernar, construir, curar, enseñar, vivir juntos!

La vida social, la vida familiar, la ecología mundial, todo depende de lo que amamos.

Se pueden hacer miles de leyes para que la ciudad esté más limpia, pero de nada sirve si no se ama. Se pueden escribir libros sobre los deberes de los padres para con los hijos, pero serán inútiles si no hay amor en familia. Se puede prohibir por ley, como en otros tiempos, el adulterio o el divorcio, pero el esposo o la esposa no podrán tener asegurada, mediante esa ley, la fidelidad del corazón de la otra parte.

Al revés, impresiona el descubrir gente sencilla, hombres y mujeres pobres, quizá con poca salud, con pocas posesiones, con poco “poder”, que, sin embargo, brillan con una luz especial, irradian una fuerza propia: saben amar, saben acoger el amor.

Ningún gobierno nos podrá obligar a amar. Ese es el drama de los tiranos: sentirse dueños de los cuerpos de sus súbditos y, a la vez, sentirse lejano de los corazones de todos. Y así no se llega muy lejos: ninguna sociedad funciona si no hay en ella brasas de amor. Aunque haya leyes para todo: aunque los hospitales estén llenos de contratos y garantías, aunque los padres deban ir cada semana a responder ante un tribunal de lo que ocurre dentro de su familia.

Para los cristianos el camino hacia al amor es fácil: inicia cuando descubrimos que Dios nos amó primero, aunque sabía que éramos unos grandes pecadores.

Si nos dejemos penetrar por ese descubrimiento, si dejamos que el amor de Cristo toque nuestros corazones, el mundo comenzará a brillar de un modo nuevo.

No lo verán los astronautas que giran alrededor de nuestro planeta, pero lo sentiremos todos los que, poderosos o débiles, ricos o pobres, reímos y lloramos un poco cada día.

Necesitamos, quizá hoy más que nunca, descubrir que alguien nos ama para poder empezar a amar. Y ese alguien es el más poderoso y más bueno de todos los seres. Se llama, simplemente, Dios...