Laicidad, Estado e Iglesia

Autor: Padre Fernando Pascual, L.C.

Fuente: Fuente: es.catholic.net (con permiso del autor)

 

 

¿Cómo entender de modo correcto las relacione entre iglesia y Estado? 

La doctrina católica acepta un modo correcto de separar y, al mismo tiempo, relacionar, el Estado y la Iglesia. 

En un discurso de Pío XII de 1958 (discurso citado en diversas ocasiones por otros Papas), se reconoce claramente como tradición propia de la Iglesia el admitir una «sana laicidad», entendida como «el esfuerzo continuo para tener separados y al mismo tiempo unidos los dos Poderes» (político y religioso) en el respeto que merece la distinción entre Dios y el César. 

Esta tradición es muy vieja, y encuentra dos formulaciones clásicas en el pasado. Una, ya en el siglo V, en una carta del Papa Gelasio I (492-496) al emperador Anastasio. En ella el Papa recordaba cómo Dios había querido que las potestades religiosa y política quedasen separadas para que ninguna autoridad se ensoberbeciera. 

La otra formulación se encuentra en el mundo medieval, en las Decretales de Gregorio IX (1234), en las que se explica cómo Dios había creado dos grandes luces: una más grande, para el día (poder espiritual); y otra más pequeña, para la noche (poder temporal). 

Los choques entre el Papado y los reyes medievales, especialmente el que conocemos como «lucha de las investiduras», implicaron momentos no fáciles en la comprensión de cómo habría que armonizar estos dos poderes, el civil y el religioso. La ruptura que se produce con las divisiones doctrinales del siglo XVI, el desarrollo del Iluminismo en clave muchas veces anticatólica, y las luchas surgidas a favor o en contra del liberalismo después del trauma de la Revolución francesa, explican por qué la Iglesia tuvo que recorrer un largo camino para madurar una doctrina que ya poseía, pero que necesitaba aplicar a los nuevos contextos nacionales e internacionales, especialmente en los dos últimos siglos. 

Desde un libro elaborado por el Pontificio consejo “Justicia y Paz” que lleva como título Compendio de la doctrina social de la Iglesia, podemos resumir la doctrina católica sobre la relación entre Iglesia y Estado con dos palabras claves: autonomía y colaboración,  

Lo primero, autonomía. El estado pertenece al mundo de las realidades que pueden funcionar desde leyes y principios que no necesitan estar explícitamente vinculados a alguna religión concreta, o a un credo, o a una fe, sin que ello excluya que puedan darse formas de colaboración entre las autoridades civiles y las autoridades religiosas. 

El estado, como realidad autónoma, está dotado de aquellos elementos que le permiten promover el bien común y la realización de las personas, una realización que ciertamente no se limita al orden intraterreno, sino que incluye la apertura a las realidades transcendentes. 

Todo ello supone la subordinación del estado a una ética superior, sin la cual el estado, como cualquier realidad terrena, corre el riesgo de desvirtuarse y de caer en extremismos ideológicos y totalitarios. Lo recordó Juan Pablo II en un importante discurso en el Parlamento europeo (Estrasburgo, 11 octubre 1988), al indicar que ningún gobierno puede regirse como si no tuviese que responder a ninguna instancia superior. De lo contrario, se correría el riesgo de caer en totalitarismos o en graves faltas de respeto a la dignidad del hombre. 

Por su parte, la religión no interfiere en el modo concreto de organización política, ni impone propuestas concretas para el gobierno de los pueblos, en el respeto que merecen las opciones institucionales que asuman y tutelen las verdades esenciales sobre el hombre y sobre la vida social. Ello no impide a la Iglesia denunciar aquellas situaciones y normativas que vayan contra la ley natural, contra la dignidad de algunos seres humanos (nacidos o no nacidos, sanos o enfermos), o contra la autonomía que debe ser respetada a la Iglesia como institución que persigue sus fines con estructuras propias. 

Lo segundo, colaboración. El estado está llamado a apoyar, cuando sea necesario, y según el principio de subsidiariedad, a aquellas instancias sociales que necesiten ayuda para su plena realización. Entre ellas está la vida religiosa de la gente, máxime en pueblos donde las confesiones religiosas pueden tener una fuerza social muy relevante y merecen (por estar basadas en el querer de la población) un apoyo por parte de la autoridad. 

Es posible, en ese sentido, que un estado pueda ser aconfesional (aceptando una «sana laicidad») y al mismo tiempo subvencione a una confesión religiosa importante en la sociedad por su presencia y por su labor humanizadora (hospitales, escuelas, centros de acogidas a emigrantes, etc.). 

Hay que recordar, además, que la democracia como sistema de gobierno supone que en la misma puedan participar y «competir» diversas visiones y perspectivas sobre la mejor manera de organizar la res publica. Los católicos están llamados a ofrecer sus valores y sus principios en la vida pública, especialmente a la hora de defender la dignidad de la persona, el derecho a la vida, el sentido genuino del matrimonio y la familia, etc. 

Por lo mismo, sería totalmente incorrecto marginar o excluir a los católicos de su participación pública, como si tal participación atentase contra la laicidad del estado. 

Lo explicaba una Nota doctrinal publicada el año 2002 por la Congregación para la doctrina de la fe: «Aquellos que, en nombre del respeto de la conciencia individual, pretendieran ver en el deber moral de los cristianos de ser coherentes con la propia conciencia un motivo para descalificarlos políticamente, negándoles la legitimidad de actuar en política de acuerdo con las propias convicciones acerca del bien común, incurrirían en una forma de laicismo intolerante». 

Los católicos sienten la necesidad de impregnar con valores morales la cultura y el mundo del trabajo, como recordaba el Concilio Vaticano II en Lumen gentium (n. 36). La sana laicidad es el ámbito que permita realizar esta enorme tarea. El laicismo, en cambio, busca de modo abusivo maneras para marginar e incluso excluir a los católicos y a los demás creyentes de la vida pública. 

Hay que evitar este grave error ideológico para que la sociedad se mantenga abierta hacia quienes están llamados a contribuir al bien común desde las distintas perspectivas religiosas, que tanto pueden enriquecernos a todos, especialmente cuando tales perspectivas ofrecen una luz profunda respecto al fin ultraterreno que es propio de toda existencia humana.