Ayudas a la honestidad

Autor: Padre Fernando Pascual, L.C.

Fuente: Fuente: es.catholic.net (con permiso del autor)

 

 

Es hermoso encontrar a un hombre de principios rectos, a quien vive honestamente. Tiene una conciencia bien formada, sabe lo que tiene que hacer, asume sus deberes. Vive en línea recta, sin trampas, sin engaños, sin escapatorias.

Los hombres honestos, sin embargo, no son seres de otro planeta. Como cualquier otro, tienen sus momentos de debilidad, sufren tentaciones, sucumben. Si los honestos, si los mejores, fallan, es mucho más frecuente la caída entre quienes viven en la zona estadística de “los normales”...

Todos hemos experimentado lo fácil que es usar tiempo de trabajo para leer un libro interesante, o ver la televisión mientras quedan arrinconados los deberes del hogar, o usar la computadora para jugar al ajedrez o para “naufragar” en internet en vez de escribir una carta al amigo necesitado de un poco de consuelo.

Es normal sentir tentaciones. Es tristemente fácil sucumbir. Pero si queremos vivir no de caprichos ni según lo que pida el egoísmo o la pereza, buscaremos ayudas concretas para que la tentación no nos venza.

Existen, gracias a Dios, ayudas “externas” que no dependen de nosotros. Saber que alguien nos observa, conocer que existen castigos para los trabajadores deshonestos, sentir que la línea de teléfono del despacho registra cada llamada que realizamos y cuánto tiempo hemos dedicado a gustos personales, nos aguijonea y nos evita muchos problemas.

Hace falta, sin embargo, ir más a fondo. Las ayudas externas y la vigilancia llegan hasta ciertos límites, pueden lograr sólo una honestidad de apariencias. Luego existen inmensos espacios de la jornada donde cada uno actúa sin ser vigilado, en lo “oculto”. Es cierto que luego muchos actos “ocultos” serán descubiertos algún día. Pero también es cierto que en esos instantes de libertad lo que determina nuestros actos viene de lo más profundo de nuestra conciencia, del saber que uno puede actuar según lo que quiere y no según la presión que produce la mirada ajena.

Por eso resulta tan importante aprender a actuar no según lo que nos pueda sugerir la “vigilancia” externa, sino según principios acogidos y hechos vida, según la honestidad que define al hombre auténtico y cabal.

Los cristianos tenemos una ayuda enorme para vivir honestamente nuestros deberes en el hogar, en el trabajo, en las distintas situaciones humanas. Esa ayuda viene de la certeza de que nacimos desde un Amor eterno y de que caminamos hacia el encuentro de ese Amor. Tenemos un Padre que nos ama, que nos cuida, que nos mira con cariño. Si jamás nos permitiríamos un acto malicioso ante la mirada de aquellos que más nos aprecian, el sentirnos bajo los ojos de un Dios tan bueno debería lanzarnos a cumplir nuestros deberes con mayor finura y, sobre todo, con amor.

Ello no quita que también recurramos a apoyos humanos que nos fortalezcan y nos eviten un mal paso. No nos permitimos, por ejemplo, ver ciertos programas de televisión si tenemos a alguien limpio de corazón a nuestro lado. Por eso estar con un buen amigo, dejarnos ayudar por alguien que nos diga, respetuosamente, si lo que hacemos va por buen camino, es algo que nos motiva y nos permite evitar caídas muy penosas.

Vivir honestamente es posible si tomamos una opción profunda que nos lance a buscar lo bueno y a rehuir cualquier huella de pecado en nuestras vidas. Puede parecer difícil y, en realidad, lo es hoy como lo era hace 3000 años. Pero si nos dejamos guiar por Dios, si nos dejamos conducir por su Evangelio y por las enseñanzas de la Iglesia, si fijamos nuestro corazón en lo único necesario para dejar de lado caprichos pasajeros, la vida empieza a tomar un rumbo distinto, hermoso, serio, donde el amor se convierte en el criterio último de cada acto.

Habrá momentos de flaqueza, habrá debilidades y tentaciones ante las que caigamos como las moscas en la miel... Entonces, si la convicción es sincera, si el amor es profundo, pediremos perdón, lloraremos sinceramente nuestras faltas, acudiremos al sacramento de la confesión.

Después, nos pondremos nuevamente en marcha, seguros de que Dios está a nuestro lado y desea un día acogernos, al final del sendero, con sus brazos abiertos y su Amor eterno.