En defensa de la verdadera laicidad

Autor: Padre Fernando Pascual, L.C.

Fuente: Fuente: es.catholic.net (con permiso del autor)

 

 

El Estado busca el bien de todos los ciudadanos. Por su parte, las religiones buscan el bien profundo, terreno y eterno, de aquellos que se adhieran libremente a cada creencia.

Lo anterior es aceptado pacíficamente por laicos y por creyentes. Los problemas empiezan cuando, a nivel público, se discuten temas como los del aborto o la eutanasia.

Un grupo de médicos, o un partido político, o un famoso escritor, ofrecen con bastante libertad sus opiniones sobre estos temas. Unos se declaran a favor del aborto y la eutanasia, otros en contra. Pero a nadie (o a casi nadie) se le ocurrirá decir que estas personas o grupos violan el principio de la laicidad del estado por hacer públicos los propios puntos de vista.

¿Qué ocurre cuando la Iglesia católica dice que una ley viola los derechos humanos, o va contra el respeto a la vida, o atenta con la libertad de conciencia de los ciudadanos? Entonces algunas personas y grupos protestan, porque piensan que la Iglesia viola el principio de la laicidad, porque dicen que la Iglesia busca imponer su moral a todos los ciudadanos.

Basta con observar los dos pesos y las dos medidas que se usan según quién da su opinión para darnos cuenta de que algunos entienden la laicidad de modo excluyente. Según esta mentalidad, en el mundo democrático “todos” pueden expresar sus puntos de vista, su acuerdo o desacuerdo respecto de las leyes aprobadas o de las decisiones de los gobiernos. Todos... menos los grupos religiosos. Todos, menos la Iglesia católica. ¿No es esta una mentalidad excluyente, que admite el pluralismo para algunos y lo excluye para otros?

Existe, sin embargo, una laicidad incluyente, que es la verdadera laicidad, que no rompe sus vestidos cuando hablan los obispos y los jefes de las distintas religiones, sino que sabe escuchar con respeto, dentro del pluralismo social, lo que venga también de los grupos religiosos.

No es correcto levantar la bandera de la laicidad para acallar a la Iglesia, mientras que los demás grupos ideológicos tienen plena libertad para decir lo que quieran y cuando quieran. La Iglesia, como otras religiones, no dejará de ofrecer luz para las conciencias, en el respeto de la libertad de cada uno, para promover valores fundamentales de la vida social.

Condenar la injusticia del aborto, defender la dignidad de los embriones, denunciar las contradicciones y perversidades de la eutanasia, son actos plenamente legítimos, incluso un deber profundo, no sólo de los miembros de la Iglesia, sino de todo hombre y mujer de buena voluntad.

No permitamos que algunos manipulen la idea de laicidad, que la usen para ir contra derechos básicos de todo ser humano, como los de la libertad de conciencia, la libertad de expresión, la libertad de escoger el ideario educativo que reciban los hijos, el respeto a la vida. No permitamos que algunos hagan de la laicidad una fuente de intolerancia y fundamentalismo ideológico contra las libertades fundamentales de los que piensan de modo diferente.

La laicidad es una conquista de la verdadera democracia, una conquista que hemos de defender con valor y prudencia. Los mejores paladines de la democracia están, por tanto, no entre quienes buscan acallar y obscurecer la voz de la Iglesia y de otros grupos religiosos, sino entre quienes promueven una laicidad incluyente, una laicidad abierta al sano pluralismo que caracteriza a las sociedades libres y tolerantes.