Ante la muerte de Terri Schiavo (3-4-2005)

Autor: Padre Fernando Pascual, L.C.

Fuente: catholic.net (con permiso del autor)

 

 

Cualquier vida humana necesita agua y necesita comida. El seno materno fue el primer lugar donde recibido ese apoyo que tanto necesitábamos. Luego, por desgracia, un mundo lleno de injusticias divide a los hombres en ricos y pobres. Unos no saben lo que es el hambre. Otros, muchos, no saben lo que es la saciedad. Millones de niños y adultos mueren, cada año, de hambre, de sed.

Pero también en los países ricos hay quien muere por haber sido privado de agua y comida. El caso dramático de Terri Schiavo significa un auténtico reto para el mundo "civilizado".

Dar de comer al necesitado, al enfermo, es un principio fundamental de la justicia. Pero algunos han decidido discriminar: unos merecen ser alimentados, otros no.

A Terri se le negó, por decisión de su "tutor" legal, su marido, cualquier ayuda. Desde el 18 de marzo quedó abandonada a su suerte. Ante los médicos, las enfermeras, las personas que estaban a su lado, se convirtió en una vida agonizante, en una existencia privada de lo más básico. Su larga agonía terminó, por fin, el jueves 31 de marzo.

Se dirá que todo ha sido decidido de modo legal. Quizá sea verdad, pero entonces uno se pregunta de qué sirve una ley cuando con ella se priva de comida al necesitado. Se dirá también que Terri no podía sanar. También esto puede ser verdad, pero entonces, ¿habrá que dejar de alimentar a millones de enfermos incurables? Alguno añadirá que Terri no sentía ya ningún dolor. Entonces, ¿sólo vale una vida humana cuando conserva su capacidad de sufrimiento o de autoconciencia?

El drama de Terri está dejando una huella profunda en la medicina y en el mundo del derecho. La ley ha mostrado su lado frío, incluso el peligro de llegar a ser algo injusto. Nacida para defender al débil, la ley puede convertirse en instrumento para que los fuertes, los sanos, decidan quién vive y quién muere. Una ley así no merece ser llamada ley: es una anti-ley, es una injusticia legalizada, es una afrenta a legisladores y jueces, a toda la sociedad.

Un país ha mirado, con dolor y con impotencia, la lenta agonía de una mujer de 41 años. Tal vez su muerte no haya sido inútil. Tal vez alguno empiece a darse cuenta de que vivimos en un mundo lleno de pactos, acuerdos y formalidades, mientras a nuestro lado niños y ancianos mueren abandonados, mientras millones de fetos son eliminados por abortos selectivos, mientras en algunos hospitales hay quien usa la medicina para acabar con la vida del enfermo.

Fuera de este panorama de injusticias legalizadas, millones de hombres y mujeres trabajan, sufren, lloran y entregan sus vidas para ayudar a otros. También cuando ofrecen su tiempo y sus servicios al enfermo que agoniza. También cuando atienden a un pobre que no produce. También cuando van a vivir con quienes carecen de las riquezas de un mundo injusto.

El trabajo de estos voluntarios embellece nuestra tierra planeta gris y vacilante, enciende de esperanza la vida de tantos hermanos nuestros. Hermanos débiles, enfermos, que acogen, con o sin sonrisa, ese gesto de amor, ese agua y esa comida que es señal de respeto, solidaridad, justicia y, sobre todo, de amor. Vale la pena vivir amando, no es tan triste el morir si nos acompaña el abrazo y la ayuda de quien nos ama con el corazón y con la vida.