Más allá del racionalismo

Autor: Padre Fernando Pascual, L.C.

Fuente: Análisis digital (con permiso del autor)

 

 

Después de más de tres siglos de racionalismo, en muchos países de antigua cultura cristiana hay quienes piensan que aceptar y vivir según las creencias religiosas limita y empobrece al hombre.

El racionalismo iluminista supone que el ser humano que piensa desde su fe (el creyente también piensa, es un dato innegable) lo hace en una condición de inferioridad, al verse incapacitado por su fe a conquistar un pensamiento autónomo y maduro. Según los autores racionalistas, el creyente no conseguiría nunca alcanzar verdades racionales y científicas, las únicas capaces de permitir el progreso y la justicia sobre la Tierra.

Esta idea está ligada a uno de los lemas más famosos del Iluminismo: “Atrévete a pensar”. Un lema que sirve como invitación a los seres humanos “adultos” y “maduros” para que usen su razón. Desde ella podrán comprender mejor la realidad, evitar prejuicios y supersticiones, y avanzar hacia un mundo con menos desórdenes y con más hermandad universal.

Sin embargo, en los planteamientos anteriores se esconden errores de gravedad. Uno de esos errores consiste en “creer” (es una suposición) que la razón humana puede desligarse de otras dimensiones fundamentales de nuestro vivir terrero. Porque el hombre no es pura racionalidad, ni es ajeno a una historia, ni puede renunciar a la cultura de su tiempo, ni deja de lado su mundo afectivo y emocional a la hora de tomar decisiones y de dirigir sus pensamientos.

Todos, el científico que se encierra horas y horas entre probetas, el economista más experto, el agente de bolsa, el empleado de una fábrica, el campesino, el sacerdote, pensamos desde una serie de coordenadas que explican las propias decisiones y la manera peculiar de razonar de cada uno.

La fe, a un nivel simplemente humano, entra en toda existencia, en cada uno de los ámbitos profesionales. Aquí entendemos “fe” como esa actitud profunda por la cual aceptamos o asumimos coordenadas e ideas, muchas de las cuales son indemostrables, otras son demostrables pero normalmente no son puestas en discusión.

La fe pertenece a cada ser humano. El científico cree que los aparatos que le llegan de la fábrica son de calidad y no yerran en sus mediciones. El librepensador que dice (erróneamente) no aceptar más que aquello que le resulta evidente, es capaz de acoger con fe, sin discusiones, el desayuno que le ofrecen en un bar donde hay papeles por los suelos y unos propietarios honestos y cordiales.

Es, por lo tanto, reductivo considerar que quien se abre al mundo de la fe queda disminuido en sus riquezas humanas. Todo lo contrario: quien pretende vivir sin fe (¿es eso posible?) se empobrece enormemente, pues la razón en solitario no llega ni siquiera a abrir las puertas de una casa.

La fe ilumina cualquier ámbito de experiencia humana, sin empobrecer ninguno. La fe cabe perfectamente en la mente de quien trabaja con elementos químicos, con números, con máquinas. Como también cabe en quien dedica los mejores momentos de su jornada a escuchar y ayudar a hombres y mujeres en su camino espiritual, para ofrecerles luz que explique el sentido de la vida y de la muerte, del amor y de la esperanza.

El cristiano tiene una fe que va más allá de lo simplemente humano, una fe sobrenatural: cree que Dios ha entrado en la historia, y está vivo y presente en su Iglesia.

Desde ese momento, un dato del pasado, una experiencia, le permite descubrir horizontes de verdad y de saber que otros no pueden alcanzar porque no alcanzar a reconocer que Dios haya venido al mundo y se haya hecho Hombre entre los hombres.

El creyente, desde luego, sabrá ofrecer razones de su fe, pero no serán razones matemáticas. Como tampoco, con fórmulas químicas, un esposo podrá convencer a su esposa que la ama de verdad.

Es errado, por lo tanto, acusar al creyente de irracional y de inferior. Lo irracional consiste en prescindir de un importante dato de experiencia, de un evento que ha cambiado la historia humana.

La Biblia nos habla sobre Jesús y sobre la Iglesia. Necesitamos confrontarnos con esa información para poder dar el paso de la fe y, así, madurar como hombres abiertos a la verdad y al amor.