La perspectiva justa

Autor: Padre Fernando Pascual, L.C.

Fuente: Fuente: catholic.net (con permiso del autor)

 

 

¿Cuál es la perspectiva justa, el modo correcto de ver la vida? ¿Cómo saber si mis actos me llevan al bien, si las acciones de los demás son buenas, si el mundo avanza hacia mejoras auténticas para los hombres y para el ambiente del planeta?

Es importante encontrar la perspectiva justa. Porque si tomamos una perspectiva equivocada, no sabremos encontrar la manera correcta de pensar, de decidir, de actuar.

Recordemos cuáles son las perspectivas equivocadas. La primera consiste en verlo todo desde el egoísmo. El egoísta centra su vida en satisfacer todos sus deseos, en buscar siempre sólo su punto de vista, a la hora de hacer o de evitar algo, al tratar a una persona o al rehuir de otra, al escoger un deporte o al encender la televisión.

El egoísta consigue, es verdad, momentos de placer y satisfacciones provisionales, pero no llegará a lo profundo de su riqueza más profunda, a aquello que lo define como espíritu encarnado, como hombre entre los hombres y como hijo amado por un Dios bueno.

La segunda perspectiva equivocada consiste en someternos al juicio de los otros, en adaptarnos a las exigencias que nos llegan de fuera. Vivir así evita conflictos y, si los otros son fuertes, puede producir ventajas. Pero la libertad es un don demasiado grande como para encadenarla a lo que otros digan, piensen u ordenen de nosotros.

No es correcto vender el alma al que más pague, al que más prometa, al que más engañe, al que más amenace. Nuestro corazón está llamado a algo mucho más grande, a sentimientos y acciones mucho más hermosas, por encima de modas y de presiones de un mundo que cambia como las nubes en un día de tormentas inciertas.

Existen otras perspectivas equivocadas, como el vivir sometidos ciegamente a los consejos de un psicólogo, o a lo que leemos en libros baratos y confusos sobre “cómo triunfar en la vida”, o a lo que nos dictan los sentimientos con su variabilidad imprevisible, o a lo que las circunstancias nos sugieren para vivir de modo camaleóntico.

En cambio, hay una perspectiva correcta, profunda, bella, que explica la grandeza de la existencia humana: vivir con la mirada puesta en Dios, imitar la riqueza de Amor que descubrimos en una Trinidad eterna, abrirnos al bien de quienes viven a nuestro lado, trabajar con esperanza por un mundo más justo, más limpio, más hermoso, más solidario, más enamorado.

Cristo vino entre los hombres para enseñarnos esa perspectiva, para desvelarnos el Camino, para iluminarnos con la Verdad, para sostenernos con la Vida. Por eso nos dejó las Bienaventuranzas (Mt 5,1-12). Por eso nos pidió que fuésemos perfectos como el Padre celestial (Mt 5,48), un Padre que es bueno, misericordioso, compasivo, enamorado del hombre. Por eso nos explicó que quien desee ser el primero (ser plenamente hombre, vivir auténticamente en el tiempo y en lo eterno) ha de buscar ser el último y el servidor de todos (Mc 9,35-36; Jn 13,14). Por eso aceptó siempre la Voluntad del Padre e inició así la tarea de salvar al mundo de las ataduras del pecado y de la muerte.

La perspectiva justa está en el Evangelio, está en las enseñanzas del Maestro, está en su Iglesia milenaria. Si tomamos en serio esta perspectiva, si la meditamos abiertos a la esperanza, si la vivimos como hijos amados y discípulos buenos, el mundo se encenderá con el fuego que Cristo quiso traer a una tierra sedienta de justicia (Lc 12,49).

Entonces habrá más bondad, más amor, más alegría. Dejaremos que actúe en los corazones la presencia del Señor Resucitado, la claridad del Espíritu divino, la misericordia del Padre de los cielos. No desaparecerán del todo dolores y tribulaciones propias de nuestra condición humana. Pero serán soportados con una certeza profunda y transformante: Dios me ama a mí, personalmente, con mi historia de debilidades y de gestos buenos; y Dios ama a cada uno de los hombres y mujeres que caminan, a mi lado, hacia el encuentro eterno de quien susurra a nuestra alma inquieta:

“Levántate, amada mía, hermosa mía, y ven.
Porque, mira, ha pasado ya el invierno,
han cesado las lluvias y se han ido.
Aparecen las flores en la tierra,
el tiempo de las canciones es llegado,
se oye el arrullo de la tórtola en nuestra tierra.
Echa la higuera sus yemas, y las viñas en flor exhalan su fragancia.
¡Levántate, amada mía, hermosa mía, y ven!” (Ct 2,10-13).