Clonación y aborto

Autor: Padre Fernando Pascual, L.C.

Fuente: catholic.net (con permiso del autor)

 

 

Existe un rechazo bastante general hacia la clonación humana. Construir un hombre “programado” mediante una técnica experimental parece algo monstruoso. Por eso las Naciones Unidas, en su votación del 8 de marzo de 2005, han aprobado una declaración que invita a todos los países a prohibir la clonación humana.

Esta declaración es el resultado de varios años de encendidas discusiones. No se llegó a un consenso entre todas las delegaciones, y el texto final fue sometido al juicio de la Asamblea general, en la que hubo 84 votos a favor, 34 en contra y 37 abstenciones. La falta de acuerdo explica que el documento aprobado no haya sido una convención (que tendría un valor legal, capaz de obligar a los países a acogerla como vinculante), sino una simple declaración, limitada a ofrecer un principio no obligatorio. De todos modos, haber llegado a este resultado es un paso importante a favor del respeto a cualquier vida humana.

Las discusiones sobre la clonación seguirán llenando el mundo de la ciencia, de la política y de la prensa. En primer lugar, porque no faltan algunos (pocos, por ahora) que defienden la clonación. Si una persona quisiese tener un hijo clonado ¿quién podría impedírselo, si algún día la técnica llega a ofrecer esta opción? Existe incluso una empresa dedicada a promover, a precios elevados, la clonación a quienes pueden permitirse el “lujo” de pagar lo que sea necesario. En segundo lugar, porque algunos científicos se han inventado una fórmula mágica, la “clonación terapéutica”, que consistiría en intentar clonar un embrión destinado a ser usado como fuente de células estaminales o de otros tejidos u órganos que luego podrían ser transplantar para curar a algún enfermo. En palabras claras, se trataría de “fabricar” un embrión para condenarlo a una muerte segura y útil (si los experimentos funcionan) para otros... Desde luego, antes de ser destruido tiene que empezar a existir, lo cual no es sino una forma escondida de clonación reproductiva (en la que el “producto” está destinado a una muerte prevista para el progreso de la ciencia y la medicina).

A pesar de estos grupos minoritarios, la mayor parte de la sociedad internacional condena la clonación reproductiva y, gracias a la votación de la ONU, parece caminar hacia la condena de la mal llamada “clonación terapéutica” (defendida, en las discusiones de la ONU, por algunos países, como Gran Bretaña, Bélgica, España, China y la India). Lo que resulta sorprendente es ver que muchos de los que se oponen abiertamente a la clonación guardan un extraño silencio sobre algo más grave, legalizado en muchos lugares del planeta: el aborto.

Alguno preguntará: ¿de verdad es más grave el aborto que la clonación? Para responder hay que recordar que el que algo se practique de modo legal y con medidas higiénicas no significa automáticamente que sea bueno. Es posible planificar un crimen en un hospital, incluso con permiso de algún gobierno dictatorial (es decir, “legal”), pero no por ello deja de ser un crimen. Lo importante es tener claro que crimen significa eliminar a un ser humano digno de nuestro respeto.

El embrión, aunque no lo diga la ley, es siempre alguien digno de respeto. No es “solamente” un miembro de la especie humana: es el hijo de unos padres que, lo quieran o no, están llamados a cuidarlo y a protegerlo en la medida de sus posibilidades. Una vez que lo han concebido, deben asumir sus responsabilidades. Si no lo hacen, esperamos que la sociedad sepa suplir una carencia de amor que nos deja a todos un profundo sentimiento de pena ante el fracaso de esos padres que no han sabido amar.

Por otro lado, la clonación supone riesgos sumamente graves. No sabemos lo que le vaya a pasarle al pobre embrión clonado, y no es justo aceptar una técnica en la que ponemos en peligro la salud o la supervivencia de alguien. Además, la historia de la vida nos enseña que el patrimonio genético es algo muy personal, configurado a través de mecanismos naturales muy complejos que vale la pena respetar. Pretender la producción técnica de un ser humano al que imponemos un patrimonio genético concreto va contra el derecho de ese nuevo ser a tener una identidad propia, también en lo que se refiere a sus cromosomas.

Pero estas objeciones no son tan graves como las que nacen del hecho de asesinar a otro. Oponerse a la clonación sin decir una palabra sobre el aborto es algo parecido a condenar el que en algunos países los ladrones sufran la mutilación de sus manos y quedarnos tranquilos si en otros países está prohibida la mutilación pero se permite la ejecución de los que han cometido algún robo...

Entre las muchas contradicciones en las que vive el mundo, la legalización del aborto significa un enorme paso atrás en el camino hacia la justicia y la civilización. Un pueblo que admite el aborto es un pueblo que daña los fundamentos de la justicia y de la ley. No hemos de olvidar que la ley nace, sobre todo, como instrumento para la defensa de los derechos de todos, pero de modo especial de los más débiles. Una ley que permite el asesinato de algunos, de los no nacidos, es una ley sumamente injusta: nadie está obligado a obedecerla.

Los grupos que quieren prohibir la clonación (reproductiva y “terapéutica”) a nivel mundial deben dar un paso adelante en su amor a la vida y a la dignidad de todos los seres humanos. Deben ser capaces de promover una urgente moratoria del aborto a nivel internacional, para, desde esa moratoria, poder llegar un día a la prohibición total del aborto.

Esto puede parecernos un sueño, como hace cientos de años parecía un sueño llegar a abolir la esclavitud. Pero si nadie se mueve, la situación de injusticia puede durar todavía mucho tiempo. Las víctimas, los embriones y fetos abortados y las madres que permiten (o son obligadas) al aborto, piden que hagamos todo lo posible para evitar un crimen que debe terminar. Sólo así podremos promover una civilización más humana y más justa, auténticamente progresista y respetuosa de la dignidad de todos, especialmente de los más débiles: los no nacidos, nuestros hijos más pequeños.