Dios y el Cesar

Autor: Padre Fernando Pascual, L.C.

Fuente: catholic.net (con permiso del autor)

 

 

La religión, según algunos, debe quedar fuera del ámbito público. Porque, dicen, lo que se refiere a Dios no debe mezclarse con lo que se refiere a la vida social. Dios y el César necesitan vivir, cada uno, en su propia esfera, bien separados, bien tranquilos, como defiende una corriente del laicismo que tiene un vigor nada despreciable.

Hay que aclarar que la palabra “público” puede ser entendida en varios modos. Nos fijamos ahora en dos. En el primero, “público” sería sinónimo de “político” o gobernativo. Lo público, en ese sentido, sería todo aquello que se refiere a la gestión de las autoridades sobre la buena marcha de la vida de los pueblos. Para lo cual, según algunos, la religión debería evitar cualquier intervención “abusiva”.

En el segundo modo, “público” aludiría a todo ámbito en el que se interrelacionen las personas. En esta segunda acepción, la religión, en sus formas sociales o culturales, debería quedar relegada a los hogares, las iglesias y sacristías y los otros edificios de religiones como la islámica o la hebrea.

Las creencias religiosas son buenas a la hora de rezar, cuando llega un funeral, en los momentos de intimidad familiar, tal vez en algún acto (previamente autorizado) en las calles de nuestros pueblos y ciudades. Pero, repiten algunos laicistas, no debe estar presente cuando discutimos públicamente sobre la contaminación, sobre el aborto, sobre la eutanasia, sobre los impuestos o sobre el precio de la vivienda. En otras palabras: la religión no debería aparecer nunca en las discusiones sobre las leyes, ni en las deliberaciones de los ciudadanos, ni en las escuelas o espacios de interrelación grupal.

Esta posición se basa sobre un doble error. El primero es creer que los seres humanos serían capaces de actuar en el espacio público dejando completamente de lado sus ideas más profundas.

Las creencias y convicciones de cada uno de nosotros determinan y condicionan nuestros actos. Quien acepta la existencia de normas morales absolutas sabe que debe respetarlas también cuando perderá una ocasión de oro para hacerse rico con un robo perfecto y sin el peligro de ir a la cárcel. Quien, en cambio, considera que no existen barreras éticas a la hora de perseguir ganancias rápidas, actuará de un modo muy distinto si siente sobre sus espaldas la mirada de un policía o si se encuentra completamente sólo en una tienda de diamantes.

No podemos, por lo tanto, pensar que en los ámbitos públicos (aludimos a los dos sentidos mencionados antes) las ideas religiosas puedan ser puestas entre paréntesis. Uno que cree de verdad en el Dios cristiano, que está convencido en el valor de la solidaridad para con los pobres, los enfermos, los presos, vivirá su vida como político o como magistrado de un modo distinto a quienes asuman ideas de tipo racista o a quienes estén convencidos de que hay existencias humanas de segundo grado.

A la hora de gobernar un pueblo, ciertamente, ninguna autoridad debería buscar que alguien acepte una religión concreta a base de leyes, de constricciones penales o de sobornos organizados desde arriba. Pero una cosa es usar el poder como instrumento de imposición de ideas religiosas, y otra cosa muy distinta es reconocer la luz que los propios principios religiosos ofrecen a la hora de tomar decisiones y de buscar el bien de todas las personas, sin discriminaciones.

El segundo error está más extendido y tiene una larga historia, especialmente en Europa: suponer que las ideas religiosas no sólo no sirven para crear buenos ciudadanos, sino que incluso son fuente de divisiones y conflictos en la vida pública.

Tal suposición se construye sobre siglos de luchas y guerras surgidas en Europa y en otros lugares del planeta por motivos religiosos. Tenemos ante nuestros ojos la imagen de cientos de personas que vociferan amenazas contra otros seres humanos de religión distinta de la que ellos profesan.

En realidad, la religión, precisamente porque influye profundamente en la vida de cada persona, no puede ser vista simplemente como fuente de odio y enfrentamientos en la vida pública de los pueblos. Hemos de reconocer con mucha gratitud que millones de personas de religiones distintas han sabido alcanzar niveles muy altos de respeto y de madurez cívica precisamente gracias a la formación religiosa que han recibido en sus hogares y en centros de enseñanza y culto religioso.

Quienes quieren excluir la religión de la escuela, de la calle, de la televisión, de la vida política, deberían tener presente el testimonio de no pocos hombres de estado que eran profundamente creyentes. Hombres que asumieron compromisos difíciles y trabajaron con tesón por la justicia y el progreso de los pueblos precisamente desde sus certezas religiosas.

Por limitarnos al mundo católico, podemos recordar a personalidades cercanas a nosotros: Konrad Adenauer (Alemania), Alcide De Gasperi (Italia), Robert Schumann (Francia). ¿No fueron estos tres padres de la unidad europea profundos creyentes? ¿Dejaron de lado su fe en el Evangelio para trabajar por una Europa más solidaria y más justa?

Hay que dar a Dios lo que es de Dios, y al César lo que es del César. Pero los Césares de todos los tiempos saben que sin verdaderos principios éticos sus ministros y sus “súbditos” no serán capaces de respetar ni siquiera las normas más elementales de la vida pública. A la vez, los verdaderos creyentes, los que creen que Dios mira y ama a cada uno de sus hijos, reconocerán que en la vida pública hay exigencias de bien que merecen todo el esfuerzo de quienes están capacitados a realizar funciones de gobierno.

Dios y el César, en cierto modo, están llamados a trabajar juntos. Porque Dios ha querido que los hombres vivan unidos en sociedades que necesitan un mínimo de organización y de armonía. Y porque el César necesita recordar que cada hombre y cada mujer no vive sólo para la vida presente, sino que tiene una dignidad casi infinita por estar llamado también a una vida eterna.