Laicidad y bioética

Autor: Padre Fernando Pascual, L.C.

Fuente: catholic.net (con permiso del autor)

 

 

En la vida de los pueblos existe un modo de separar religión y política. Es lo que podríamos llamar “sana laicidad”, una fórmula usada por Pío XII en un discurso del 23 de marzo de 1958.

¿Cómo entender correctamente la laicidad? Lo explicaba un documento publicado en el año 2002: “Para la doctrina moral católica, la laicidad, entendida como autonomía de la esfera civil y política de la esfera religiosa y eclesiástica - nunca de la esfera moral -, es un valor adquirido y reconocido por la Iglesia, y pertenece al patrimonio de civilización alcanzado” (Congregación para la Doctrina de la fe, “Nota doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política”, n. 6).

Sin embargo, no es correcto, en nombre de la laicidad, excluir de la vida pública a todo aquel que actúe según principios éticos avalados por sus convicciones religiosas.

La Nota anteriormente citada lo recordaba con estas palabras: “Una cuestión completamente diferente es el derecho-deber que tienen los ciudadanos católicos, como todos los demás, de buscar sinceramente la verdad y promover y defender, con medios lícitos, las verdades morales sobre la vida social, la justicia, la libertad, el respeto a la vida y todos los demás derechos de la persona. El hecho de que algunas de estas verdades también sean enseñadas por la Iglesia, no disminuye la legitimidad civil y la «laicidad» del compromiso de quienes se identifican con ellas, independientemente del papel que la búsqueda racional y la confirmación procedente de la fe hayan desarrollado en la adquisición de tales convicciones” (n. 6).

En concreto, en el tema del aborto, ¿puede haber un político, un médico, un juez que piense que eliminar a un embrión o un feto es un crimen? Algunos, en nombre de la “laicidad”, dirán que no, porque piensan que oponerse al aborto sería equivalente a imponer una creencia particular en el ámbito público.

Algo parecido podemos decir respecto de la eutanasia, del uso de embriones para la investigación científica, y de todos aquellos “experimentos” o actuaciones que impliquen la vida o la muerte de algunos seres humanos.

Quienes creen que decir no al aborto o a la eutanasia es ir contra la “laicidad” bien entendida cometen un grave error. Defender la vida de la gente no es imponer ninguna “creencia privada” en ámbito público. Es, simplemente, defender un derecho básico que tiene que ser garantizado en cualquier estado en el que se respeten la justicia y los derechos humanos más elementales.

Más bien habría que aplicar el criterio de la sana laicidad para excluir de la vida pública a aquellas personas que desean imponer ideas claramente injustas.

Nos parece correcto, incluso necesario, expulsar de un hospital a cualquier médico que defienda y practique ideas racistas, que sólo cuide a los enfermos de una raza y maltrate o desprecie a los de otra raza. Lo mismo podríamos decir de algunos puestos de poder o de los juzgados: ¿cómo permitir que exista un político o un juez que desprecie a grupos sociales o raciales de un modo totalmente discriminatorio?

Con el mismo criterio habría que excluir de la vida pública a quien piensa que el aborto debería ser legalizado. Tal creencia nunca debería caber en un estado sanamente laico, porque con la defensa del aborto vamos en contra de uno de los derechos fundamentales de todo ser humano: el derecho a la vida. Sin respeto a la vida, ¿puede haber verdadera laicidad?

Hemos de reaccionar ante grupos de poder, nacionales o internacionales, que excluyen a los defensores de los hijos no nacidos de la vida pública, que los critican, que los marginan, que los desprecian, que los acusan de ser “confesionalistas”. Defender el derecho a la vida de los embriones y fetos es defender lo mínimo que merecen. No es, por lo tanto, defender un principio religioso, aunque es justo y confortante reconocer que muchos miembros de distintas religiones luchan a favor de este derecho.

Por lo mismo, sería triste que la defensa del derecho a la vida quede principalmente en manos de los miembros de algunas religiones (católicos, protestantes, musulmanes, judíos), mientras que otras personas (de grupos religiosos o de otras tendencias intelectuales) consideran errónea e injustamente que el aborto es una “conquista” que libera a la mujer y que promueve la “laicidad” en el mundo moderno.

Nunca puede ser un derecho lo que es un crimen, como enseñaba Juan Pablo II en la encíclica “Evangelium vitae”. Y nunca deberíamos excluir de la vida pública a quienes trabajan y luchan en favor del derecho a la vida. Si son perseguidos o despreciados cristianos y otras personas de buena voluntad que defienden a los hijos no nacidos, hemos caído en graves formas de totalitarismo. Que nada tienen que ver con la sana laicidad, aunque algunos defensores del aborto declaren que defienden el “estado laico”, aunque nos digan que van contra las “ingerencias” de la religión en la vida pública.

No es ingerencia defender un derecho fundamental de todo ser humano. Lo contrario, en cambio, es ideología propia de los peores momentos de la historia moderna. Que no queremos en ningún estado que sea, verdaderamente, justo y capaz de acoger a todos, hombres y mujeres, adultos y niños, ancianos e hijos no nacidos. Porque todos caben en el verdadero estado laico, porque todos merecen ser respetados en su vida, en su integridad física y en su vocación a la libertad y al amor.