Con la brisa del mar

Autor: Padre Fernando Pascual, L.C.

Fuente: catholic.net (con permiso del autor)

 

 

No sé a quién le vayan a llegar estas líneas, ni tampoco si van a servir para algo. Me siento como un náufrago en una isla, que arroja un mensaje en una botella sin saber lo que va a pasar después. Pero vamos allá.

Me llamo Fernando. Nací en Barcelona hace ya bastantes años, en una mañana del mes de noviembre. Jamás me imagine que Dios pensaba en que yo un día fuese legionario de Cristo, pero ahora me encuentro en Roma, ya sacerdote.

¿Cómo me llamó Dios? Cuando yo tenía unos 12 años, leí algunas novelas e historias de misioneros. Me gustaba mucho soñar despierto, imaginarme mil aventuras, y comencé a soñarme misionero en China o en Africa. Pero con los 13 años me entusiasmé con la idea de casarme y de formar una familia, y soñaba mucho en estas dos posibilidades tan distintas y tan hermosas. Me daba perfectamente cuenta de que si me hacía misionero, no podía casarme, pues Cristo te pide toda la vida. Y había que decidir, pero cuesta mucho cuando uno ve que va a comprometer todo su futuro. 

En esta situación, ocurrió que un día estaba con mi madre en un pueblo de la costa catalana. Era el jueves de Corpus Christi de 1975. Fuimos a ver la procesión, y al final entramos en la iglesita que estaba junto a la playa. A mí me tocó arrodillarme en el suelo mientras se entonaban los cantos antes de la bendición eucarística. Allí, no sé por qué, le dije esto a Dios: “Mira, Señor, lo que Tú quieras...”

Sí: le decía a Dios que Él decidiese mi futuro, que Él tomase el timón de mi vida, sea que mi vocación fuera la matrimonial, sea que me quisiese sacerdote. Al salir de la iglesia no le dije nada a mi madre. Soplaba una suave brisa marinera, y con la brisa sentí que Dios me llamaba al sacerdocio.

¡Qué coincidencia! A las pocas semanas, por ciertas carambolas del destino, mi familia conoció una congregación que tenía un noviciado muy lejos de donde yo vivía, en la ciudad de Salamanca, a más de 800 kilómetros de distancia... Y ahí nos invitaron ese mismo verano de 1975. Cuando entré, vi la cosa clara: Dios me quería sacerdote, y sacerdote legionario de Cristo.

Desde luego, la vocación no es así de fácil: una brisa, una invitación en una iglesia, unas coincidencias. Hay que luchar, y hay momentos en los que uno se replantea la decisión. Yo no me hice legionario hasta el año 1979.

Los 4 años de espera estuvieron llenos de luchas, de temores, de deseos de echarme atrás. Yo tenía un deseo inmenso de casarme, de formar una familia. Pero entonces tenía que dejar a Cristo y la vocación, y no podría ayudar a tantas personas que me esperaban y que aún me esperan. Y, sin embargo, ahora veo todo esto como muy positivo, pues no me hice legionario por miedo al mundo, o porque no me gustasen las chicas, sino porque veía que era más importante obedecer a Dios que amar a una muchacha, por buena que fuese. 

En medio de las luchas y vacilaciones de los años de espera, recuerdo que un día fui a una capilla de la Virgen en la ciudad de Avila. Allí, de rodillas, recuerdo que le dije a María: “Mira, Madre, yo no quiero ser sacerdote, pero tú encárgate de que se haga lo que Dios quiere”. Veía claro que no se trataba de hacer lo que me gustaba (por gusto ya estaría con la carrera terminada, en un buen trabajo y con una esposa que me acompañase en todas mis aventuras y desventuras), sino de hacer lo que Dios quería. 
Así me veo ahora, con más años, y muy feliz. Sí: parece que uno deja muchas cosas, pero gana muchas más: compañeros, la amistad y confianza de los Superiores (siempre te sientes en familia), la posibilidad de ayudar a otros con tu consejo y aliento,...

Jamás me habría imaginado que iba a trabajar en un hospital, en varias parroquias, en misiones populares, en universidades, con jóvenes y con ancianos… Pero lo principal, y hoy lo veo igual que ayer, es hacer la Voluntad de Dios, y vivir cerca de Jesucristo, que es realmente un Amigo y un Hermano mayor en esta lucha por conquistar al mundo para su Reino.